Argentina vivió hoy una elección legislativa marcada por la apatía. Con apenas 66 % de participación del padrón, el país registró la concurrencia más baja desde el retorno de la democracia en 1983, confirmando una tendencia preocupante: el desapego creciente de los ciudadanos hacia la política institucional.
Una curva descendente que ya se veía venir
Los números no mienten. Desde hace una década, la asistencia electoral viene cayendo de forma constante:
2015: 81 %
2017: 77,6 %
2019: 80,8 %
2021: 71 %
2023: 75,6 %
2025: 66 %
Si en 2019 todavía más de ocho de cada diez argentinos acudían a votar, hoy son apenas dos de cada tres. El fenómeno no puede explicarse solo por el cansancio económico o por el desencanto político: parece responder a una sensación más profunda, la de que “nada cambia”, gobierne quien gobierne.
Una democracia que envejece
En su cuadragésimo segundo año ininterrumpido, la democracia argentina enfrenta un desafío más complejo que la inflación o la deuda: la desafección ciudadana. La apatía electoral es, en el fondo, un síntoma de desconfianza estructural. El votante medio percibe que los partidos se han vuelto máquinas de poder, no de representación. Los dirigentes —desde los más tradicionales hasta los nuevos outsiders— prometen “cambio” pero reproducen las mismas lógicas de privilegio y distancia con la sociedad. La participación del 66 % no es solo un dato estadístico: es un grito silencioso. Significa que millones de argentinos eligieron no elegir, no por comodidad sino por decepción.
Crisis de representación y fragmentación
El sistema político atraviesa una atomización sin precedentes. La polarización que dominó los años anteriores entre dos grandes bloques se deshace en una multiplicidad de fuerzas menores que compiten por migajas de poder. La consecuencia: un Congreso que se perfila fragmentado, con alianzas circunstanciales y sin consensos de fondo. La falta de liderazgos sólidos y la pérdida de credibilidad en las instituciones se reflejan en el ausentismo. La clase política no logra conectar con las prioridades cotidianas de la población: inseguridad, empleo, inflación, educación. El ciudadano común no siente que su voto influya en el rumbo del país.
El precio de la indiferencia
El peligro de este fenómeno no es solo simbólico. Una democracia con baja participación se debilita en su legitimidad y abre espacio para discursos autoritarios o antipolíticos. La desmovilización electoral es terreno fértil para el desencanto y para aquellos que prometen “dinamitar” el sistema, sin ofrecer alternativas reales. Si en los 80 el voto era un acto de esperanza y reconstrucción, hoy parece ser un trámite sin emoción ni expectativa. El desencanto se ha vuelto estructural, y el riesgo es que se convierta en indiferencia permanente.
Conclusión: reconstruir la confianza
El 66 % de participación no debería ser leído como un simple dato técnico, sino como un llamado urgente a repensar la relación entre política y sociedad. Argentina necesita más que candidatos: necesita proyectos, transparencia y empatía. Recuperar la confianza del votante no será sencillo, pero sin ella ninguna reforma, ningún plan económico ni discurso de unidad podrá sostener el tejido democrático. Porque la democracia, para sobrevivir, necesita algo más que elecciones: necesita ciudadanos que crean que vale la pena participar.
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