En la Argentina actual, la política ha dejado de ser un instrumento de transformación para convertirse, muchas veces, en un refugio de improvisación, privilegio e impunidad. Mientras el ciudadano promedio debe atravesar procesos rigurosos para acceder a un puesto laboral —desde entrevistas hasta certificaciones y experiencia comprobable—, en la política los cargos de altísima responsabilidad siguen siendo ocupados por personas cuya única credencial es la lealtad partidaria o el oportunismo coyuntural. Esta contradicción entre exigencia ciudadana e indulgencia política es una de las raíces más profundas del deterioro institucional y social que atraviesa el país.
El país de los expertos… pero solo en el sector privado
En cualquier orden de la vida laboral argentina se exige idoneidad: para ser maestro, ingeniero, médico, mecánico o chofer de colectivo, se requieren títulos, formación continua y, sobre todo, resultados. Sin embargo, al ascender al ámbito público, especialmente al político, pareciera que los méritos dejan de importar. En lugar de técnicos capacitados y funcionarios formados, se reciclan nombres, se premian fidelidades, se heredan cargos y se perpetúan redes de favores.
Esta lógica no solo desprestigia a la política como disciplina, sino que erosiona la confianza ciudadana, profundiza la desigualdad y obstaculiza cualquier intento serio de desarrollo sostenido. No se puede construir un país con ministros que ignoran las dinámicas de sus carteras, legisladores que no leen lo que votan o intendentes que gobiernan municipios como si fueran feudos personales.
La política como excepción: un error sistémico
Argentina ha normalizado que en política se tolere lo que en cualquier empresa o institución sería inadmisible. ¿Qué empresa contrataría a un CEO sin experiencia en el rubro, sin formación y con antecedentes de fracaso? ¿Qué universidad designaría a un rector por acomodo familiar? ¿Qué hospital permitiría que su director desconozca medicina?
Y, sin embargo, eso es cotidiano en la esfera pública argentina. Este divorcio entre la política y la idoneidad explica por qué las políticas públicas fracasan una y otra vez: no porque el país carezca de recursos o talentos, sino porque quienes toman las decisiones estratégicas no están capacitados para hacerlo.
La meritocracia no es un privilegio: es una necesidad
El rechazo al concepto de “meritocracia” en ciertos discursos políticos argentinos ha sido tan superficial como irresponsable. Claro que la meritocracia no puede ser el único parámetro en una sociedad desigual; pero su negación como criterio en la administración del Estado ha sido una invitación al caos.
Aplicar criterios de idoneidad profesional, experiencia comprobada y evaluación de desempeño en la gestión pública no es elitismo, es sentido común. Como en cualquier otra profesión, quien no está capacitado debe formarse o dar un paso al costado.
Urgencia de una reforma estructural
El país necesita avanzar hacia una reforma profunda que coloque a la idoneidad en el centro del sistema político. Algunas propuestas podrían ser:
Exámenes públicos y obligatorios para cargos técnicos o administrativos de alto nivel.
Sistemas de evaluación periódica del desempeño de funcionarios.
Inhabilitación automática para quienes hayan gestionado de manera negligente fondos públicos.
Formación obligatoria en administración pública para todos los que accedan a cargos electivos.
Transparencia en los procesos de selección de asesores y directores de organismos estatales.
Conclusión: Un país serio no improvisa
Si Argentina aspira a ser un país moderno, justo y próspero, debe empezar por profesionalizar su política. Mientras se siga permitiendo que la improvisación, el nepotismo y la mediocridad gobiernen el Estado, no habrá plan económico, acuerdo político ni milagro social que alcance. La política no puede seguir siendo el último bastión de la impunidad intelectual. El país exige que sus dirigentes estén a la altura de los desafíos, no de las conveniencias. Porque, al fin y al cabo, gobernar también es un trabajo, y uno de los más importantes. Y como todo trabajo, requiere preparación, compromiso y resultados. No hay excusas. Hay urgencias.
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