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Salir antes de entrar: necesitamos hablar sobre las drogas y los vacíos personales

En los márgenes de muchas vidas —y en el centro de otras— las drogas siguen operando como refugio, escape, anestesia o simple costumbre. No es nuevo. Lo que sí cambia es el rostro de quienes caen. Hoy ya no se trata únicamente de marginalidad, pobreza o delincuencia. Hoy las drogas cruzan todas las clases, edades y entornos. Y, más alarmante aún: lo hacen con una normalidad que asusta.

Hay una frase que circula con crudeza en algunos espacios de recuperación y que resume con precisión quirúrgica la realidad de este camino: “De la droga se sale de tres formas: preso, internado o muerto.” Detrás de esa sentencia extrema hay una advertencia que no deberíamos ignorar: la droga no es un juego, ni una etapa, ni una moda pasajera. Es una trampa.

El consumo como respuesta equivocada. Muchos jóvenes —y no tan jóvenes— se acercan a las sustancias buscando algo que no están encontrando en sus vidas: alivio, pertenencia, desconexión, silencio, impulso, olvido. Pero el problema no es la droga en sí, sino el vacío que la precede.

¿De qué estamos escapando? ¿Qué heridas nos empujan a lastimarnos más? Soledad, violencia, presión, abandono, angustia existencial, falta de contención emocional, baja autoestima, expectativas sociales imposibles… Las razones son múltiples, pero el patrón es el mismo: la droga aparece como una solución rápida, pero cobra intereses altísimos.

Un camino sin atajos: el mito del “uso controlado”. Uno de los relatos más peligrosos es aquel que sugiere que se puede “usar con control”. Que mientras no afecte el trabajo, el estudio o la familia, no pasa nada. Pero esa creencia es el primer paso en la pendiente resbaladiza del deterioro. Porque el control, cuando se trata de adicciones, es siempre momentáneo. Tarde o temprano, la sustancia se impone.

Y cuando lo hace, las consecuencias se acumulan: físicas, mentales, sociales, económicas, legales. Aislados, endeudados, perseguidos, perdidos en sí mismos, muchos terminan atravesando lo que antes parecía ajeno. Y entonces, la frase cruda cobra sentido: “Preso, internado o muerto.” No como profecía, sino como advertencia real de lo que pasa cuando ya es demasiado tarde para mirar atrás.

La salida empieza antes de entrar. La verdadera pregunta no es “cómo salgo”, sino: ¿cómo no entro? ¿Dónde está la contención previa? ¿Quién escucha antes de que alguien se rompa? ¿Qué espacios de ayuda real existen para quienes no quieren consumir, pero no saben cómo sostener el dolor que los empuja?

Necesitamos educación emocional desde la infancia, vínculos afectivos más presentes, adultos disponibles, instituciones más humanas, comunidades más solidarias. Porque nadie se droga por placer puro: se droga quien no encuentra otro camino. Y ahí está el núcleo de todo.

Acompañar en lugar de señalar. También es tiempo de revisar cómo reaccionamos como sociedad. Estigmatizar al consumidor no sirve, aleccionarlo no cura, castigar sin comprender no transforma. Las personas que consumen necesitan ayuda, no juicios.

Y el primer paso para eso es romper el silencio, hablar con franqueza, habilitar espacios de escucha, construir puentes. No todas las personas que caen en las drogas terminan en tragedia. Algunas logran reconstruirse, muchas con enormes esfuerzos personales, familiares, clínicos y espirituales. Pero la salida siempre es más dolorosa que la prevención.

Una cultura que enseñe a vivir, no a escapar. Hay una cultura del vacío que empuja hacia el consumo: la idea de que todo debe ser rápido, intenso, inmediato. Que no hay tiempo para sentirse mal, que todo debe doler poco, durar poco, pasar rápido. Y eso es una gran mentira. Sentir duele, crecer duele, vivir cuesta. Pero también vale la pena.

Las drogas ofrecen atajos, pero todo atajo tiene su precio. Lo difícil no es elegir no caer. Lo difícil es encontrar sentido en un mundo que muchas veces no lo ofrece. Por eso, es urgente construir alternativas reales, caminos nuevos, posibilidades auténticas.

Que no sea demasiado tarde. Cada día alguien empieza. Cada día alguien cae. Y cada día, también, alguien puede evitarlo si encuentra una palabra, una mano, una red, una salida antes del abismo. Porque no, la droga no es la salida. Es el síntoma. El grito que nadie escuchó. La última respuesta a una pregunta que aún estamos a tiempo de cambiar.

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