Las calles de muchas ciudades, especialmente en zonas residenciales y céntricas, se han convertido en un escenario de tensión constante para los vecinos. No por la inseguridad, ni por el tránsito pesado, sino por algo que parece más sutil pero igual de invasivo: el comportamiento irresponsable de ciertos motociclistas que circulan como si las normas fueran opcionales y el descanso de los demás, un detalle menor.
Una de las quejas más frecuentes —y más ignoradas— es la de los ruidos molestos provocados por escapes libres o adulterados. Motos que, sin necesidad alguna, rugen como si estuvieran en plena competencia de velocidad. El estruendo no sólo molesta, sino que afecta el descanso, la salud auditiva y el bienestar emocional de miles de personas: adultos mayores, niños, personas enfermas o simplemente quienes quieren dormir.
No se trata de exagerar: el ruido constante y de alta intensidad se considera contaminación acústica, y está asociado al estrés, la irritabilidad, trastornos del sueño e incluso problemas cardiovasculares. Aun así, parece que no hay conciencia —ni control— sobre este daño silencioso.
Circular sin casco, hacer “corte” de motor, andar en contramano, esquivar semáforos, transportar más pasajeros de lo permitido, usar motos sin patente visible o con escapes ilegales: son todas contravenciones visibles, diarias, repetidas. Y sin embargo, se repiten con total impunidad.
Esto plantea una doble responsabilidad: de quienes conducen sin respeto por el otro, y de los organismos de control que no hacen cumplir la ley. Los operativos de tránsito son esporádicos aunque ahora más intensos, y las consecuencias —cuando las hay— resultan mínimas frente al perjuicio social.
Más allá del aspecto legal, lo que indigna es la falta total de empatía de ciertos motociclistas. La idea de que su libertad de andar incluye también la libertad de hacer ruido, molestar y arriesgar vidas ajenas, es una visión peligrosamente individualista. ¿Qué lugar queda para el respeto al prójimo?
¿En qué momento se naturalizó que molestar al barrio entero es aceptable? Muchos vecinos aseguran que ya no denuncian porque “no sirve de nada”. Otros, directamente, han perdido la esperanza de que se controle. Pero el silencio oficial no debería traducirse en resignación social. Si bien notamos un crecimiento de los controles, es fundamental marcar una presencia constante que desaliente este tipo de actividades.
No se trata de perseguir al motociclista en general. La gran mayoría usa su vehículo como herramienta de trabajo o transporte personal. Pero hay una minoría ruidosa, literal y simbólicamente, que arruina la convivencia urbana. Y frente a eso, la pasividad estatal habitualmente ha sido preocupante.
Hace falta aplicar las normativas con rigor: secuestrar motos con escapes libres, multar a quienes circulen sin casco, detener a los que conducen de forma temeraria. Pero también es urgente que haya campañas de concientización, especialmente entre los jóvenes, para que entiendan que andar en moto no les da permiso para imponer su presencia por encima del bienestar colectivo.
Convivir implica entender que no estamos solos. Que nuestras acciones tienen consecuencias. Que la libertad termina donde empieza el derecho del otro a vivir en paz. Y que respetar al otro no es un favor: es una obligación cívica. Mientras tanto, las motos siguen pasando, rugiendo y sacudiendo el descanso ajeno. Y muchos se preguntan lo mismo: en todos los órdenes ¿se hace lo suficiente?
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