Argentina se encuentra atrapada en una encrucijada que ya no admite postergaciones ni excusas. El deterioro social, económico e institucional no es producto de una mala gestión aislada ni de un infortunio histórico inevitable: es la consecuencia directa de décadas de improvisación, de egoísmos partidarios y de una clase dirigente que ha confundido la política con la lucha por el poder y no con la búsqueda del bien común.
Nuestro país necesita con urgencia una mesa de concertación nacional que no se limite a la retórica, sino que sea un verdadero espacio de madurez y responsabilidad histórica. Allí deben confluir todas las fuerzas políticas, los sectores productivos, el sindicalismo, el mundo académico y los representantes de la sociedad civil.
Pero no para sacarse una foto ni para redactar un documento que quede en el archivo de los buenos deseos: se trata de fijar un rumbo claro, sólido y permanente en materia económica, social, de seguridad, educativa y de desarrollo, que atraviese las alternancias de gobierno y se mantenga inalterable frente a la tentación populista o el oportunismo electoral.
Porque lo cierto es que los argentinos estamos cansados de ver cómo cada nuevo gobierno dinamita lo que hizo el anterior, cómo se improvisa un plan económico que dura lo que tarda en llegar la próxima crisis, cómo se multiplica la demagogia con promesas irrealizables que solo engordan la frustración colectiva. El país no puede seguir siendo rehén de los calendarios electorales ni de dirigentes que anteponen sus ambiciones personales a las necesidades de la Nación.
La madurez política implica renunciar a la lógica destructiva de la grieta, esa maquinaria de odio que solo sirve para dividir y perpetuar privilegios. Implica entender que la legitimidad no se agota en el triunfo electoral, sino que se consolida con la capacidad de gobernar para todos, incluso para quienes no votaron al ganador. Y sobre todo, implica la valentía de decir la verdad, aun cuando duela, en lugar de seguir alimentando a la ciudadanía con discursos complacientes y promesas imposibles.
Hoy el país necesita un pacto de Estado inquebrantable, una hoja de ruta compartida que defina las políticas esenciales: un plan económico serio, que supere la inflación y devuelva previsibilidad; un acuerdo educativo que saque a la escuela de la decadencia y la coloque en el centro del desarrollo; una política de seguridad que proteja de verdad al ciudadano; una estrategia social que integre y no que reproduzca la dependencia. Todo esto requiere consensos amplios y sostenibles, blindados contra la voracidad electoral y contra la lógica pendular que nos ha condenado a no avanzar nunca.
El problema no son las diferencias ideológicas —que son legítimas—, sino la inmadurez con la que la política las gestiona. La infantilización del debate público ha reducido las discusiones a consignas vacías, a chicanas mediáticas, a guerras culturales que poco tienen que ver con los problemas reales de la gente. Y mientras tanto, la pobreza crece, la inseguridad avanza, la inflación devora salarios, los jóvenes emigran, y la confianza en las instituciones se evapora.
La responsabilidad recae sobre una dirigencia que no ha estado a la altura del desafío histórico. Dirigentes que, en lugar de pensar en el país, piensan en la próxima elección; que miden cada palabra en función de su rédito personal y no de su coherencia; que se obsesionan con ganar la pulseada interna pero jamás con construir un horizonte común.
Pero también recae sobre nosotros, los ciudadanos, que muchas veces caemos en la trampa de la polarización, que nos dejamos arrastrar por la furia de la grieta en lugar de exigirle a la política lo que realmente debe ofrecer: un proyecto serio, estable y compartido. Vivimos horas cruciales que nos obligan a tener una visión muy responsable respecto al futuro que queremos.
El tiempo se agota. O la Argentina se anima a construir ese pacto de madurez y responsabilidad colectiva, o seguiremos repitiendo la historia de un país que tiene todo para crecer, pero que se hunde una y otra vez en las arenas movedizas de su propia inmadurez. El verdadero desafío no es quién gane la próxima elección, sino si de una vez por todas decidimos dejar de perder como país.
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