En una democracia, el voto no es un favor que damos ni un trámite que cumplimos. Es un acto de poder. Un poder silencioso, sin estridencias, pero capaz de premiar o castigar gestiones enteras, de sostener un rumbo o torcerlo para siempre. Y, sin embargo, demasiadas veces se lo ejerce con la apatía de quien marca una casilla sin medir la magnitud de lo que decide.
Cuando un gobierno asume, lo hace bajo un contrato implícito con la ciudadanía: administrar, legislar y representar en favor del bien común. Si ese contrato se cumple, corresponde la validación. Si se incumple, corresponde la reprobación. Y ese juicio no se hace en redes sociales ni en charlas de café: se hace en las urnas.
La imperiosa obligación de validar o reprobar una gestión mediante el voto no es un capricho cívico, es la única herramienta efectiva que tenemos para incidir en el poder real. Renunciar a ejercerla con responsabilidad es entregarle un cheque en blanco a quienes, desde el poder, pueden hipotecar nuestro presente y el futuro de quienes vendrán.
No basta con la indignación ocasional ni con la memoria selectiva. La política está llena de discursos seductores y promesas que se esfuman al amanecer. El ciudadano consciente no vota por costumbre, simpatía o cansancio; vota con memoria y con criterio. Recuerda quién incumplió, quién dilapidó recursos, quién gobernó para unos pocos, y también quién honró la palabra dada.
Abstenerse o votar sin convicción es aceptar, de manera tácita, que otros decidan por uno. Y esa es la receta perfecta para que el ciclo de frustración y desencanto se repita. Un pueblo que no sanciona a los malos gobiernos está condenado a soportarlos una y otra vez. El voto, por sí solo, no soluciona todos los problemas. Pero es el único momento en el que el poder se invierte: los gobernantes dependen de la gente, y no al revés. Ese día, el ciudadano es juez y jurado. Lo que haga o deje de hacer, marcará la historia.
En tiempos de crisis, la obligación moral y política de evaluar con rigor a quienes nos gobiernan se vuelve aún más urgente. Porque cada voto emitido sin reflexión es un ladrillo más en el muro que nos separa del país que decimos querer. Al final, el voto no es solo un derecho: es la sentencia inapelable que decide si premiamos la gestión o abrimos la puerta al cambio. Usarlo con consciencia no es opcional; es la responsabilidad más alta que tenemos como ciudadanos.
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