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La política es un acto de equilibrio entre la gente que quiere entrar y aquellos que no quieren salir

La política, en su esencia más cruda, no es solo un espacio de ideas, programas o promesas. Es, ante todo, una disputa permanente por el poder. Y en esa disputa, la frase atribuida a Jacques Benigne Bossuet —“la política es un acto de equilibrio entre la gente que quiere entrar y aquellos que no quieren salir”— cobra una vigencia escalofriante. En cada ciclo electoral, las tensiones entre lo nuevo y lo viejo, entre lo emergente y lo enquistado, marcan la dinámica política. Los que quieren entrar suelen representarse como los portadores del cambio, los renovadores de una estructura que juzgan desgastada. Los que no quieren salir, en cambio, defienden su permanencia con el relato de la experiencia, la gobernabilidad y la responsabilidad. Pero detrás de esos discursos, lo que se juega es mucho más que ideología: es el acceso a recursos, poder simbólico, influencia, privilegios y control del Estado.

🔁 El juego de las sillas del poder

La metáfora del equilibrio puede parecer diplomática, pero en realidad encierra una verdad incómoda: la política se ha convertido muchas veces en un juego cerrado, donde entrar cuesta mucho más de lo que debería, y salir suele ser más difícil de lo que sería sano para la democracia. Este fenómeno no es exclusivo de un país ni de una ideología. Se reproduce en gobiernos locales, legislaturas, sindicatos, partidos tradicionales y hasta en movimientos que alguna vez se pensaron como “anticasta”. La resistencia a ceder espacios es transversal y estructural. Y en muchos casos, esa negativa a retirarse no responde a convicciones profundas ni a planes de largo plazo, sino al simple hecho de que el poder otorga privilegios difíciles de soltar.

🔄 Los que quieren entrar: esperanza, ambición y peligro

Quienes buscan ingresar a la escena política lo hacen, a menudo, desde dos pulsiones distintas: la vocación transformadora o el deseo de ocupar un lugar de influencia. Algunos llegan empujados por la necesidad de representar a sectores silenciados; otros, por ambiciones personales disfrazadas de revolución. Ambos pueden convivir. Pero el ingreso a la política, cuando no encuentra canales transparentes y legítimos, suele chocar contra estructuras cerradas, listas blindadas y reglas de juego hechas a medida de quienes ya están adentro. El problema es que, si no se renueva el sistema político, la sociedad empieza a percibirlo como un club exclusivo, autorreferencial e incapaz de entender las nuevas demandas. Y ese desencanto se traduce en apatía, bronca o, peor aún, adhesión a discursos antisistema que prometen destruir sin construir.

🧱 Los que no quieren salir: el peso del poder perpetuado

En el otro extremo están los que se niegan a dejar el escenario. Algunos llevan décadas ocupando cargos, girando entre funciones legislativas, ejecutivas y partidarias. Saben cómo funciona el aparato, dominan los circuitos de poder informal y tienen redes que los protegen. Aunque declamen renovación, muchos hacen todo lo posible para que nada cambie demasiado. Esta resistencia a ceder espacios no es solo personal, sino también estructural. Se sostiene en partidos que no abren internas, en listas sábanas, en clientelismo, en pactos tácitos entre adversarios y en una ciudadanía muchas veces cansada, pero resignada. La permanencia indefinida en cargos públicos no solo erosiona la legitimidad institucional, sino que también empobrece el debate político.

🤝 Un equilibrio que no debe ser inmóvil

El verdadero equilibrio político no consiste en sostener a toda costa a quienes ya están, ni en abrir las puertas sin filtro a cualquier oportunista que pretenda “entrar” solo por ambición. El equilibrio sano debe garantizar renovación con responsabilidad y continuidad con autocrítica. Una democracia viva se alimenta de alternancia, de nuevas voces, pero también de memoria. El desafío es cómo combinar ambas sin caer en el oportunismo ni en el enquistamiento. La política debería ser un espacio donde se entra y se sale con naturalidad, con reglas claras y con el entendimiento de que el poder es un servicio, no un botín.

📌 Conclusión: entre la puerta giratoria y la muralla

La frase de Bossuet no es solo una observación irónica: es una advertencia. Si la política se convierte en un campo de batalla entre quienes nunca quieren dejar su lugar y quienes solo ansían entrar sin importar cómo, el sistema se degrada. En ese contexto, la ciudadanía queda atrapada en una dinámica donde el poder ya no sirve para mejorar la vida colectiva, sino para sostener a unos pocos. Equilibrar esa tensión exige reglas firmes, cultura democrática, renovación institucional y una ciudadanía vigilante. Porque el problema no es que alguien quiera entrar, ni que otro quiera quedarse. El problema es cuando nadie quiere salir, y todos los demás quedan afuera.

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