Cada 9 de julio, Argentina se viste de celeste y blanco para conmemorar aquel hito fundacional de 1816, cuando los representantes de las Provincias Unidas del Río de la Plata declararon su independencia del dominio colonial español. Fue un acto valiente, impulsado por el deseo de autodeterminación, libertad política y soberanía económica. Sin embargo, a 209 años de aquella gesta, la pregunta sigue abierta: ¿somos realmente independientes?
Cada 9 de julio, las banderas flamean en las escuelas, los actos se multiplican en plazas y edificios públicos, y en muchos hogares argentinos se repiten los rituales patrios: el locro, los bailes folclóricos, la música de época. Es un día de conmemoración, pero también de balance. Porque más allá de las efemérides y del orgullo por una gesta histórica, la independencia de 1816 nos interpela hoy tanto como hace más de dos siglos.
El Congreso de Tucumán fue mucho más que un acto protocolar. Fue el resultado de un largo proceso revolucionario iniciado en 1810, impulsado por criollos que soñaban con romper las cadenas del colonialismo, definir su propio destino y construir una nación libre, soberana y justa. La independencia no solo se proclamó frente a España, sino también frente a “cualquier dominación extranjera”, como expresaron los diputados de entonces. Esa decisión marcó un punto de inflexión en la historia sudamericana.
Pero la independencia no es solo un acto formal ni una fecha en el calendario: es un compromiso ético, político y social. Supone el derecho y la capacidad de un pueblo para tomar decisiones autónomas sobre su territorio, sus recursos, su economía, su cultura y su presente. Y en esa dimensión más profunda, más compleja, cabe preguntarse:
¿Argentina ha alcanzado la soberanía que soñaron nuestros próceres? ¿Es verdaderamente independiente en sus decisiones políticas, económicas y culturales? A 209 años de aquella declaración fundacional, esta pregunta cobra más vigencia que nunca. No solo como ejercicio de memoria histórica, sino como llamado urgente a repensar nuestro presente y nuestras responsabilidades como sociedad.
Una independencia formal, pero ¿real?
Desde el punto de vista jurídico y político, la Argentina es una nación soberana. Elegimos a nuestras autoridades, escribimos nuestras leyes, y participamos en organismos internacionales como Estado libre. Pero cuando se analiza la situación con mayor profundidad, surgen interrogantes que desdibujan la idea de una independencia plena.
La soberanía económica, una de las columnas más mencionadas por los próceres como Belgrano o San Martín, se ve cuestionada por décadas de endeudamiento externo, dependencia de organismos multilaterales de crédito, y un modelo productivo cada vez más condicionado por intereses financieros globales. ¿Puede un país decidir su destino con libertad cuando gran parte de su política económica responde a imposiciones externas?
Una democracia en deuda
La democracia argentina, aunque viva, también enfrenta tensiones. La desigualdad social, la pobreza estructural, la concentración mediática y las recurrentes crisis económicas limitan el ejercicio pleno de la ciudadanía. Muchos argentinos se sienten excluidos de las decisiones que afectan su vida diaria, y eso debilita la soberanía popular, otro de los pilares de la independencia soñada.
Cultura e identidad: una soberanía en construcción
En el plano cultural, la globalización ha traído tanto riqueza como desafíos. Si bien Argentina ha sabido defender su identidad en múltiples frentes —desde el tango hasta el mate, desde el idioma hasta las Malvinas— también enfrenta una invasión simbólica constante, especialmente entre los jóvenes, donde lo foráneo muchas veces desplaza lo propio. Sin embargo, aquí también hay luces: los movimientos sociales, los pueblos originarios, la cultura popular y la producción artística local han demostrado una capacidad de resistencia notable, incluso en contextos adversos.
Una mirada hacia el futuro
La independencia no es un punto de llegada, sino un proceso permanente. A 209 años de la declaración en Tucumán, la tarea sigue siendo la misma: construir un país más justo, autónomo y soberano, donde los intereses de la mayoría estén por encima de las imposiciones del mercado o los vaivenes de la geopolítica. Quizá el mayor homenaje que podamos hacer a aquellos hombres y mujeres de 1816 no sea una fiesta, sino una reflexión colectiva: ¿qué estamos haciendo hoy para garantizar la verdadera libertad de las futuras generaciones?