El reciente escándalo en torno al hincha de Boca que apareció en la tribuna de River durante el Mundial de Clubes y fue echado de la tribuna por este gesto no fue simplemente un episodio aislado de fanatismo mal canalizado. Fue, sobre todo, un espejo incómodo que reflejó lo peor de la mentalidad colectiva argentina en torno al fútbol, la identidad y la forma en que la prensa alimenta y multiplica esa lógica enferma.
Un hincha vestido con los colores de Boca, sonriente, fue captado en medio del eufórico público de River, que festejaba un partido crucial. El hecho, que en otras latitudes quizás hubiese sido una anécdota colorida o una simple provocación, en Argentina se convirtió en tema nacional. Lo que vino después —una ola de indignación en redes, amenazas de muerte, escrache público, declaraciones periodísticas altisonantes y hasta pedidos de sanción institucional— revela la profundidad del problema: aquí no se trató de una rivalidad deportiva, sino de un fanatismo irracional que roza lo patológico.
La reacción de la prensa argentina, lejos de contribuir a descomprimir la tensión, actuó como caja de resonancia del escándalo. Programas deportivos con tono de tribunal, periodistas que parecían fiscales y conductores que reforzaban el relato del “traidor” o del “provocador”, dibujaron un escenario donde el enemigo no era un adversario deportivo, sino un infiltrado digno de repudio. Pocas voces se atrevieron a señalar lo absurdo del circo montado alrededor de una camiseta.
Este caso sirve como muestra cruda del problema de fondo: el fútbol, en Argentina, ha dejado de ser una pasión popular para convertirse en un campo de batalla identitaria. La camiseta ya no representa un club, representa una tribu.


Y en esa tribu, el que no piensa igual es enemigo. La tolerancia ha desaparecido del discurso cotidiano. Se celebra la grieta, se la alimenta, se la explota. Lo que debía ser una fiesta internacional fue arruinado por la incapacidad de aceptar la diferencia, por una cultura de odio que se disfraza de “folclore”.
Y no es casualidad. En una sociedad fragmentada por años de polarización política, crisis económicas crónicas, frustración social y falta de horizontes claros, el fútbol se convierte en una válvula de escape peligrosa. Se grita en la cancha lo que no se puede decir en la vida. Se odia al rival como se odia al vecino que piensa distinto. Se agrede desde el anonimato de una tribuna o una red social con la misma furia con la que se insulta al otro en un piquete o en una discusión de bar. Y los medios, en vez de invitar a reflexionar, venden conflicto. Porque el conflicto da rating.
Lo ocurrido con el hincha de Boca en la tribuna de River no es una rareza. Es la consecuencia lógica de una mentalidad que naturalizó la intolerancia, que convirtió la rivalidad en guerra y que vive pendiente del agravio. Un país donde la pasión se volvió violencia simbólica y la pertenencia, una cárcel.
Hasta que no seamos capaces de ver estos episodios con la frialdad y la vergüenza que merecen, seguiremos repitiendo el mismo patrón: el escándalo, la persecución, la condena mediática, la falta de autocrítica. Y cada nuevo caso nos recordará que no es el fútbol el que está enfermo. Es, en gran parte, la sociedad argentina la que se resiste a madurar.
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