La comunidad de Tres Arroyos amaneció sacudida por una tragedia desgarradora que nos obliga, más allá del horror, a detenernos, reflexionar y mirar con seriedad un tema que, muchas veces, se minimiza o se esconde: la salud mental. Este jueves, la fiscal Natalia Ramos recibirá información clave por parte del equipo de psiquiatras del Poder Judicial que investiga el espeluznante hecho ocurrido el día anterior.
Un hombre, Fernando Dell Arcciprette, terminó con la vida de su esposa degollándola, y luego ahogó a sus dos pequeños hijos en un cañadón junto a la Ruta 228. Las cámaras de seguridad del domicilio familiar, actualmente en análisis, podrían arrojar más detalles sobre la secuencia de los hechos. Pero el daño ya está hecho, irreversible y brutal.
Lo que hoy sabemos es que Dell Arcciprette estaba bajo tratamiento psiquiátrico en el ámbito privado. Incluso había acordado con su médico una internación voluntaria en el área de Salud Mental. Sin embargo, no constan antecedentes de atención en el Hospital Pirovano, lo que pone de relieve una falla crítica en la articulación entre el ámbito privado y público de atención.
Más aún, se investiga si el hombre atravesaba un brote psicótico al momento de los asesinatos, algo que no justificaría su accionar, pero podría explicarlo desde el prisma de una enfermedad no contenida a tiempo. Lo que ocurrió no fue solo un crimen. Fue el final trágico de una serie de omisiones, silencios y probablemente pedidos de ayuda que no alcanzaron a ser oídos ni atendidos adecuadamente.
Las enfermedades mentales no se ven, no sangran, no siempre gritan, pero duelen, consumen y, en casos extremos como este, pueden volverse fatales. Es urgente que como sociedad dejemos de estigmatizar a quienes sufren trastornos mentales. Necesitamos romper el tabú que todavía persiste y asumir que cuidar la mente es tan esencial como cuidar el cuerpo. No se trata de culpar, sino de aprender, prevenir y construir redes más efectivas de contención.


Escuchar con atención: muchas veces, las personas con sufrimiento psíquico dan señales. No siempre lo dicen claramente, pero sus comportamientos cambian. Estemos atentos a nuestros seres queridos, sin juzgar, sin minimizar lo que sienten.
Acompañar y pedir ayuda: si alguien de nuestro entorno está atravesando una crisis emocional, no pensemos que “ya se le va a pasar”. Acompañar no es resolver, pero sí es estar y guiar hacia el lugar correcto. La consulta con un profesional de salud mental debe ser tan natural como con un médico clínico.
Exigir sistemas de salud más integrados: la atención psiquiátrica no puede depender del azar ni de la voluntad individual. Es responsabilidad del Estado garantizar que cada persona con un diagnóstico o sospecha de padecimiento mental tenga seguimiento continuo y articulado entre efectores públicos y privados.
Educar desde la infancia: hablar de emociones, de angustia, de miedo, de tristeza. Enseñar desde chicos que sentirse mal no es debilidad. Y que pedir ayuda es un acto de valentía, no de vergüenza.
Este tipo de tragedias no se pueden aceptar como “hechos aislados”. Son emergentes de algo más profundo: de una salud mental relegada, de familias solas, de sistemas que no alcanzan, y de una sociedad que muchas veces prefiere no mirar. Hoy lloramos a una madre y a sus hijos, víctimas de un horror que pudo y debió haberse evitado. Pero no basta con llorar. Honrarlos es convertir esta tragedia en un punto de inflexión.
Es impulsar leyes, redes, protocolos y conciencia. Es comprometernos a que la salud mental deje de ser una deuda, para pasar a ser una prioridad real, humana y urgente. Que el silencio no mate más. Que el dolor no sea ignorado. Que esta historia, por más oscura que sea, ilumine el camino de la prevención.
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