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Un 18 de diciembre en que fuimos uno y enseguida volvimos a fragmentarnos

El 18 de diciembre de 2022 la Argentina tocó el cielo con las manos. En Doha, bajo el sol de Qatar, la Selección levantó la Copa del Mundo y durante algunas horas —tal vez algunos días— el país pareció reconciliarse consigo mismo. Millones de personas vestidas con los mismos colores, abrazadas sin preguntar de dónde venían, a quién votaban o cuánto ganaban. La ilusión fue poderosa: por un instante, creímos que esa unidad emocional podía convertirse en algo más duradero.

Tres años después, aquella imagen contrasta con una realidad mucho más áspera. El día después de la consagración fue también, aunque no lo supimos entonces, el comienzo del regreso a un país partido, desigual y exhausto. La bandera celeste y blanca volvió a guardarse en los cajones mientras reaparecían las grietas de siempre, más profundas y más crudas.

El Mundial fue una epopeya colectiva porque ofreció lo que la política, la economía y las instituciones ya no lograban: una narrativa común, un objetivo compartido, un héroe posible. Messi no sólo levantó una copa; encarnó la idea de que el esfuerzo, la constancia y el talento podían tener recompensa. Pero esa promesa no encontró correlato en la vida cotidiana de millones de argentinos que, poco después, volvieron a enfrentarse a la inflación, la precariedad, el endeudamiento y la incertidumbre.

La ilusión de un país unido duró lo que dura una celebración. El sistema hizo lo que mejor sabe hacer: absorber la emoción, capitalizarla simbólicamente y luego descartarla. La foto del festejo multitudinario convivió, semanas más tarde, con salarios licuados, conflictos sociales y un desencanto creciente con la dirigencia. El “somos campeones del mundo” no alcanzó para llenar la heladera ni para reconstruir la confianza rota.

Tres años después, la Argentina parece haber aprendido poco de aquel mensaje colectivo. El fútbol mostró que la unidad no es una utopía abstracta, sino una posibilidad concreta cuando existe un proyecto, reglas claras y liderazgo con sentido. Sin embargo, en el plano político y social, esa lección fue ignorada. En lugar de un rumbo compartido, se profundizó la lógica del sálvese quien pueda; en lugar de un nosotros, volvió a imponerse el yo.

La consagración en Qatar fue real, inolvidable y justa. Pero también fue un espejo incómodo. Nos mostró lo que somos capaces de ser y, al mismo tiempo, lo lejos que estamos de sostenerlo en el tiempo. El problema no fue soñar con un país unido bajo los mismos colores; el problema fue creer que la épica podía reemplazar a la política, que la emoción podía suplir a las decisiones, que una copa podía tapar décadas de frustraciones estructurales.

Hoy, a tres años de aquella noche eterna, la pregunta sigue abierta: ¿qué hicimos con ese instante de unidad? La respuesta duele porque es simple. Lo celebramos, lo consumimos y lo dejamos ir. Como tantas otras cosas en la historia argentina.

El Mundial nos dio una alegría inmensa. La realidad, después, se encargó de recordarnos que los milagros duran 90 minutos —o 120—, pero los países se construyen todos los días. Y en ese partido, todavía estamos perdiendo.

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