La credibilidad perdida: el recurso estratégico que Argentina debe recuperar para reconstruir el orden y la concordia institucional. En la Argentina contemporánea se habla con insistencia de “orden”, “normalidad”, “pacto social”, “instituciones fuertes” y “unidad nacional”. Pero entre diagnósticos urgentes y declaraciones altisonantes, suele pasarse por alto un elemento fundamental sin el cual nada de lo anterior puede consolidarse: la credibilidad.
No la credibilidad como concepto abstracto, sino como un recurso político, social e institucional tan determinante como la economía o la seguridad, y tan escaso como imprescindible. Durante décadas, el país ha atravesado crisis repetidas que erosionaron la confianza en todos sus niveles: en el Estado, en la dirigencia, en las instituciones, en las fuerzas políticas, en los organismos públicos e incluso en las mediaciones sociales históricas como sindicatos, partidos o la Iglesia.
Cada crisis dejó un saldo: un poco menos de fe pública, un poco más de sospecha, un poco más de distancia emocional entre la sociedad y quienes la gobiernan. Hoy esa fractura se percibe con nitidez. En un clima donde cada decisión estatal es recibida con recelo, cada número oficial es puesto en duda y cada política pública es interpretada en clave de intereses ocultos, el país se enfrenta a una paradoja: se exige orden, pero se carece de la base mínima para sostenerlo; se pide concordia, pero no se creen los gestos; se reclama previsibilidad, pero no se confía en quienes deben garantizarla.
La credibilidad: la infraestructura invisible de un país
La credibilidad no aparece en ningún presupuesto, pero es más decisiva que cualquier partida de inversión. Es infraestructura invisible: sostiene la economía, hace posible la convivencia, valida las leyes y da eficacia a las instituciones. Cuando se deteriora, nada funciona del todo; cuando desaparece, el país entra en entropía.
— Sin credibilidad económica, ningún plan estabilizador prospera, porque nadie cree que dure.
— Sin credibilidad política, los acuerdos se vacían, las promesas se diluyen y la palabra pública pierde valor.
— Sin credibilidad institucional, cumplir la ley se vuelve optativo, la autoridad se relativiza y la arbitrariedad reemplaza al procedimiento.
— Sin credibilidad social, los ciudadanos se distancian entre sí y el “otro” pasa a ser sospechoso, no un compatriota.
Por eso el orden no se impone: se construye. Y se construye sobre un suelo que en Argentina está severamente erosionado: la confianza mutua.
El Estado como primer responsable de restaurarla
La reconstrucción de la credibilidad empieza por una premisa elemental: el Estado debe ser coherente, previsible y transparente. No alcanza con que sea legítimo en términos formales; debe ser también creíble en términos prácticos. La sociedad argentina no exige perfección, pero sí exige que las reglas sean claras, que se cumplan, que no cambien de un día para otro y que no se apliquen según la oportunidad política o el humor del funcionario de turno. Asimismo, las instituciones deben mostrarse capaces de sancionar abusos, corregir errores y rectificar decisiones mal tomadas sin interpretarlo como debilidad. La autocrítica en un país descreído no es un gesto de fragilidad: es un acto de reconstrucción.
La dirigencia y el compromiso con la palabra
La credibilidad política no se recupera con discursos épicos ni con consignas de ocasión. Se recupera —dolorosamente, gradualmente— cuando la dirigencia cumple lo que promete, evita el doble estándar y abandona la tentación de los atajos. La Argentina está fatigada de promesas sin respaldo. La palabra pública perdió valor no por obra del cinismo ciudadano, sino por desgaste histórico. La regeneración empieza por gestos simples: decir la verdad incluso cuando no conviene, admitir límites, evitar las exageraciones deliberadas y dejar de anunciar lo que no puede hacerse. Una sociedad descreída exige menos épica y más sinceridad.
El rol del ciudadano en la reconstrucción
La credibilidad no se construye solo desde arriba. También depende de la conducta ciudadana: del cumplimiento de normas, de la responsabilidad cívica, de la participación informada, de la honestidad cotidiana. La confianza es un pacto bilateral: exige institucionalidad, pero también cultura cívica.
Un país que puede recuperarse si repara su base moral
Recuperar la credibilidad no es un gesto moralista, sino un objetivo estratégico. Los países que lograron reconstruir orden y prosperidad después de grandes crisis (Irlanda, Corea del Sur, Alemania posbélica, incluso Brasil en etapas recientes) lo hicieron apostando a instituciones creíbles, a reglas respetadas y a una dirigencia consciente de su responsabilidad histórica. La Argentina necesita lo mismo. No un orden impuesto, ni una concordia artificial, sino un entramado de confianza mutua que dé sustento a una convivencia estable.
Mientras no recuperemos la credibilidad —la del Estado, la de la dirigencia, la de las instituciones, la de nosotros mismos como sociedad— cualquier intento de orden será frágil y cualquier llamado a la unidad será apenas un eco que se pierde en una ciudadanía cansada. Porque un país puede vivir con problemas económicos. Puede tolerar conflictos políticos. Puede atravesar diferencias profundas. Pero ningún país puede funcionar cuando deja de creer.
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