En cada rincón de nuestras ciudades, detrás de una persiana que se baja por última vez, hay una historia que no figura en los informes del PIB ni en las estadísticas macroeconómicas. Hay manos que trabajaron décadas, rostros anónimos que madrugaron sin descanso y sueños que cimentaron el crecimiento de nuestro país.
Son esos pequeños comercios, talleres, industrias familiares y emprendimientos barriales los que sostuvieron —con esfuerzo y sin privilegios— el tejido económico y social de nuestra nación. Y, sin embargo, son ellos los primeros en caer, abandonados a su suerte por gobiernos indiferentes, encandilados con cifras, mercados e intereses que no pisan la calle.
La imperiosa necesidad de políticas públicas empáticas no es una cuestión ideológica ni un capricho moralista: es un deber político, ético y social. No se puede seguir diseñando estrategias económicas desde el Olimpo de los tecnócratas, sin entender la realidad que viven quienes realmente mueven al país. Cada cierre definitivo, cada cartel de “liquidación por cierre” que vemos en una vidriera, es el testimonio del fracaso de un modelo que no escucha ni cuida a su gente.
Porque no se trata solamente de la pérdida de empleo o de la merma de ingresos familiares. Se trata del desarraigo, de la ruptura de una identidad construida durante años, de la dignidad arrebatada. Muchos de esos trabajadores y trabajadoras, hoy en situación de vulnerabilidad, fueron quienes años atrás generaban empleo, formaban aprendices, pagaban impuestos, creaban comunidad. No son cifras: son pilares sociales y humanos.
La falta de empatía gubernamental se expresa en políticas económicas que priorizan el ajuste antes que la inclusión, que rescatan bancos pero no cooperativas, que favorecen a grandes capitales mientras estrangulan al pequeño productor con impuestos asfixiantes y tarifas impagables. Se legisla para los que tienen espalda, y se olvida a quienes ya están de rodillas.
La empatía no es un lujo de la política: es su piedra fundacional. Gobiernos que no comprenden la vida del ciudadano común terminan legislando contra su gente. Y eso es, precisamente, lo que venimos viendo con alarmante frecuencia. El drama no es nuevo, pero se ha profundizado con cada nuevo giro de indiferencia institucional.
Frente a esta realidad, urge una reforma de conciencia en la clase dirigente. Se necesitan políticas públicas que escuchen, que protejan, que acompañen. Incentivos reales para quienes quieren seguir produciendo; alivios fiscales concretos; acceso al crédito a tasas humanas; marcos regulatorios que no premien la evasión de los poderosos mientras aplastan al que quiere cumplir.
Pero sobre todo, se necesita voluntad política: la decisión de estar del lado del pueblo trabajador, y no del mercado insaciable. No podemos permitirnos, como sociedad, seguir cerrando las puertas a quienes las mantuvieron abiertas durante años. Hay una deuda histórica con los trabajadores, con los pequeños empresarios, con los productores locales.
Y esa deuda no se paga con discursos vacíos ni con promesas electorales. Se paga con justicia, con sensibilidad y con políticas activas que prioricen la vida sobre el mercado. De no hacerlo, corremos el riesgo de convertirnos en un país sin alma, sin memoria y sin futuro. Un país donde los que construyeron todo, no tienen ya lugar en nada. Y ese, definitivamente, no es el país que merecemos.
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