En Argentina, los titulares parecen escritos por la ironía más cruel. Un hombre de 34 años fue detenido por robar cinco latas de atún en un comercio, un botín cuyo valor no supera los 30 mil pesos. La maquinaria judicial actuó con celeridad: denuncia, arresto y exposición pública del “delincuente”. En otro caso reciente, un manifestante recibió tres años de prisión por arrojar una botella contra el cortejo presidencial, sin que se produjeran heridos ni daños significativos.
El contraste es brutal. Mientras la justicia se muestra implacable con quienes delinquen por hambre, desesperación o enojo, la política —esa misma que debería dar el ejemplo— se mueve con la liviandad de la impunidad. Funcionarios que malversan fondos, legisladores que negocian en beneficio propio, empresarios amigos del poder que se enriquecen con sobreprecios y obras inconclusas: todos ellos continúan libres, sonrientes y protegidos por un sistema que parece hecho a su medida.
El caso de las latas de atún no es un hecho aislado. Representa la postal de un país en el que los pequeños delitos tienen castigo ejemplar y los grandes crímenes de guante blanco ni siquiera llegan a juicio. La justicia argentina, lejos de ser un poder independiente, se ha convertido en un espejo distorsionado donde los pobres y los débiles aparecen sobredimensionados, mientras que los poderosos quedan fuera de foco.
La prisión por una botella arrojada en una protesta también plantea un interrogante democrático: ¿qué significa la proporcionalidad de las penas? ¿Qué mensaje se envía cuando la sanción a un gesto de bronca callejera es más dura que la aplicada a quienes vacían las arcas del Estado?
El problema no es la aplicación de la ley en sí misma, sino su aplicación selectiva. No se trata de justificar el robo ni la violencia, sino de evidenciar que en un país donde la corrupción política cuesta millones de dólares y destruye generaciones enteras, la justicia parece obsesionada con perseguir a quienes apenas representan un daño simbólico o de subsistencia.
Al final, lo que queda en evidencia es un doble estándar que erosiona la confianza social: el ciudadano común entiende que robar cinco latas de atún es un delito que merece castigo, pero no logra aceptar que ese mismo Estado mire hacia otro lado cuando los responsables de la crisis económica, la pobreza y la desigualdad disfrutan de inmunidad perpetua.
La pregunta que late, incómoda y persistente, es esta: ¿cuánto vale una lata de atún en Argentina? Para algunos, lo suficiente como para perder la libertad. Para otros, ni siquiera miles de millones desviados del erario alcanzan para manchar su poder.
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