Apenas seis meses después de que Bahía Blanca fuera arrasada por un temporal histórico —con lluvias que dejaron muertos, miles de evacuados y barrios enteros sumergidos— el Ejecutivo nacional decidió reducir a la mitad el Fondo Especial de Asistencia creado para la reconstrucción de la ciudad. Lo que fue anunciado en abril como un mecanismo excepcional por hasta $200.000 millones para subsidios y obras quedó achicado en $100.000 millones por una decisión administrativa difundida esta semana. El dato no es menor: llega en la estela de una pulseada política en la que la fuerza oficialista ganó en ese municipio en las recientes elecciones provinciales.
La secuencia factual, en criollo, se lee así: el Poder Ejecutivo creó el Fondo mediante el Decreto 238/2025, con la intención declarada de financiar la reparación de viviendas y obras de mitigación tras la inundación del 7 de marzo. Más tarde el Congreso trató una ley complementaria que fue vetada por Presidencia, y ahora la Decisión Administrativa 23/2025 recorta partidas del mismo fondo por $100.000 millones, según consta en el Boletín Oficial y en el relevamiento de medios.
Hay, por lo tanto, una lectura inevitable: el recorte ocurre en un contexto político cargado. Bahía Blanca respaldó a la lista oficialista en las elecciones locales —un espaldarazo que, en términos electorales, podría interpretarse como una validación— y sin embargo la ciudad ve disminuir la asistencia anunciada. Medios locales y nacionales han resaltado esa aparente contradicción, y la decisión generó críticas inmediatas por la evidente tensión entre el gesto político-electoral y la concreción de la ayuda.
Más allá de la foto política, el recorte tiene efectos reales y medibles. La lluvia de marzo dejó secuelas estructurales: pérdidas de viviendas, infraestructura dañada, y vecinos que todavía esperan subsidios o créditos blandos para volver a poner en marcha sus vidas y comercios. Reducir el monto disponible para subsidios y obras no es sólo un ajuste contable: es postergar la reconstrucción, aumentar la vulnerabilidad y, en muchos casos, dejar en riesgo habitacional a familias que ya fueron desplazadas por el desastre. El impacto social es tangible.
Los argumentos oficiales para justificar recortes presupuestarios suelen ser dos: (1) necesidad de “orden fiscal” o reasignación ante restricciones de caja, y (2) que parte de los programas ya fueron ejecutados o que existen otras líneas de financiamiento. En este caso el Gobierno invocó un ajuste de partidas dentro de un paquete más amplio de reordenamiento. Sin embargo, la transparencia sobre qué porción del fondo ya fue efectivamente comprometida, qué montos están en ejecución y qué obras o subsidios quedan sin financiamiento todavía es, en lo público, insuficiente. Esa opacidad alimenta la percepción de que la decisión responde más a consideraciones políticas que a criterios técnicos de priorización del auxilio.
También hay un problema estratégico mayor: la construcción de resiliencia frente a eventos climáticos extremos exige inversiones sostenidas en infraestructura —canales, desagües, obras hídricas— y no subsidios puntuales aislados. Recortar el presupuesto destinado a la reconstrucción dificulta que se planifiquen obras integrales, y refuerza el ciclo de “emergencia → parches → exposición futura”. En un país donde la frecuencia e intensidad de eventos hidrometeorológicos está aumentando, la política pública debería caminar en sentido contrario: priorizar gasto en mitigación y adaptación, no recortar la caja cuando la ciudad más lo necesita.
Finalmente, el factor simbólico. Cuando la política presume de “mano dura con el dispendio público” pero reduce fondos creados específicamente para víctimas de un desastre —y lo hace justo después de un resultado electoral favorable en la misma plaza— la lectura ciudadana es de frialdad institucional: votar por un Gobierno no garantiza recibir los beneficios prometidos, y la ayuda queda subordinada a contabilidades administrativas que el vecino no termina de entender. Esa contradicción erosiona confianza y contribuye al desencanto cívico. Visto de cerca, el recorte no es solo una cifra: es un mensaje sobre prioridades.
¿Qué debería suceder ahora? Al menos tres pasos mínimos y exigibles por transparencia y ética pública: 1) publicar con detalle el estado de ejecución del fondo (qué montos ya se pagaron, a quiénes y en qué concepto); 2) explicar claramente la justificación técnica del recorte y las alternativas de financiamiento para los proyectos prioritarios; y 3) garantizar que las obras de mitigación y los subsidios a familias vulnerables no queden subordinados a cálculos políticos. Si el recorte es inevitable por la realidad fiscal, el Estado debe priorizar la protección de los más afectados y la inversión en obras que eviten nuevos desastres.
En definitiva: recortar la ayuda a Bahía Blanca en plena reconstrucción —luego del devastador temporal y tras un respaldo electoral local— no es una maniobra neutra. Es una política pública con consecuencias humanas y políticas. Los responsables de la decisión deben rendir cuentas, y la sociedad civil y los representantes locales deben exigir que la recuperación no sea la variable de ajuste de una agenda de austeridad que, en la práctica, pesa sobre los que menos pueden soportarlo.
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