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La difícil tarea de educar en un ámbito hostil: cuando la violencia nace en casa

En los últimos años, docentes de distintos niveles educativos vienen señalando con creciente preocupación un fenómeno que atraviesa escuelas públicas y privadas por igual: la violencia que irrumpe en las aulas no proviene únicamente del contexto social, económico o barrial, sino que muchas veces tiene su raíz en el seno de las familias. Educar, entonces, se ha vuelto un desafío de dimensiones inéditas, porque el espacio escolar debe enfrentarse a la reproducción de hostilidades que los chicos traen incorporadas desde sus propios hogares.

Un espejo de la casa en el aula

La escuela siempre ha sido una institución atravesada por tensiones: desigualdades, conflictos de disciplina, choques culturales. Sin embargo, lo que preocupa hoy es la normalización de actitudes violentas en niños y adolescentes que ya no reaccionan solo ante un hecho puntual, sino que reproducen cotidianamente formas de trato agresivas, intolerancia y hostilidad.

“Estamos educando con un guion paralelo, el que los chicos aprenden en sus casas”, comenta una maestra de nivel primario. Ese guion está marcado muchas veces por discusiones constantes, insultos naturalizados, descalificaciones o indiferencia afectiva. El niño lo absorbe como un modelo válido de comunicación y lo despliega en el aula frente a compañeros y docentes.

El silencio que grita

El problema no se limita a los episodios explícitos de violencia. En muchos hogares reina el silencio hostil, la falta de escucha y la desatención emocional. Allí no hay golpes ni gritos, pero sí un clima de desapego y frustración que cala en el desarrollo afectivo. El alumno que llega a la escuela desde ese entorno se encuentra sin herramientas para relacionarse de manera sana.

Paradójicamente, la institución escolar termina asumiendo funciones que exceden lo pedagógico: intenta convertirse en un espacio de contención, de reconstrucción de vínculos y de reparación emocional. Sin embargo, no siempre cuenta con la formación ni los recursos para esa tarea.

Docentes en la trinchera

La figura del docente ha cambiado radicalmente. No solo transmite conocimientos: ahora también debe lidiar con alumnos que traen una carga emocional explosiva y con padres que, en lugar de ser aliados, muchas veces son agresores verbales hacia los maestros. Los reclamos se convierten en amenazas, las reuniones en juicios, y la autoridad pedagógica en un terreno permanentemente cuestionado. La pregunta que queda flotando es incómoda: ¿quién educa al educador para lidiar con estas realidades? Muchos maestros terminan agotados, desbordados, e incluso abandonando la profesión por el desgaste emocional.

La sociedad que no quiere mirarse al espejo

Resulta más sencillo culpar a “la crisis educativa” o a la “pérdida de valores”, que reconocer que el núcleo de la problemática está en la estructura familiar y en una sociedad que tolera y reproduce la violencia. El docente, en este escenario, se convierte en una suerte de bombero que intenta apagar incendios que se gestan fuera de la escuela. Si la familia fracasa en su función primaria de brindar afecto, límites claros y un clima de respeto, ninguna política educativa podrá revertir en soledad el impacto. La escuela puede amortiguar, pero no reemplazar.

Urgencia de un pacto social

La situación exige un debate profundo que supere los parches coyunturales. Se requiere un pacto social en el que el Estado, las familias, las instituciones educativas y las comunidades acuerden un horizonte común: recuperar la noción de la escuela como espacio de aprendizaje y convivencia, no como un campo de batalla donde se dirimen frustraciones familiares.

Invertir en formación docente, fortalecer equipos de orientación escolar y crear políticas de acompañamiento familiar son pasos ineludibles. Pero lo fundamental es comprender que educar en un ámbito hostil no es solo un problema de los maestros, sino un síntoma de una sociedad que ha naturalizado la violencia como forma de vínculo.

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