En la Argentina actual, el veto presidencial ha dejado de ser una herramienta de excepción para transformarse en un reflejo sistemático del conflicto político. Javier Milei, fiel a su estilo confrontativo y disruptivo, ha encontrado en el veto no solo un mecanismo institucional para frenar iniciativas legislativas contrarias a su plan de gobierno, sino un símbolo de su concepción del poder: el voto popular se reconoce solo si coincide con su programa, y se rechaza cuando encarna un límite impuesto por el Congreso.
Este fenómeno plantea un interrogante central: ¿qué significa gobernar en democracia cuando el veto se convierte en la respuesta automática al voto? La tensión ya no radica únicamente en la confrontación entre Ejecutivo y Legislativo, sino en el vaciamiento progresivo de la voluntad ciudadana expresada a través de sus representantes. El veto, en este esquema, deja de ser un equilibrio de poderes para convertirse en un instrumento de supremacía presidencial.
El veto como relato político
Milei ha construido su liderazgo a partir de la idea de enfrentamiento permanente contra la “casta” y el statu quo. Su gobierno no mide sus decisiones en términos de impacto directo sobre la población —empleo, inflación, educación, salud— sino en función de la coherencia con un relato ideológico que exalta la ruptura y la pureza doctrinaria. Así, el veto no es solo un acto administrativo: es un gesto performático que refuerza la narrativa de resistencia frente a un sistema político que considera corrupto o inservible.
Lo paradójico es que, en ese movimiento, el Presidente ignora que quienes conforman ese “sistema” son también expresión de la ciudadanía. El veto, entonces, no se dirige únicamente contra los legisladores opositores, sino contra el electorado que depositó en ellos su representación. Se desarma así la noción de pluralidad política como base de la democracia.
Más allá de las necesidades de la población
Mientras Milei libra esta batalla simbólica, los indicadores sociales siguen mostrando un deterioro marcado: pobreza creciente, salarios licuados, desinversión en áreas estratégicas y una sensación generalizada de precariedad en la vida cotidiana. La energía política del gobierno parece estar más concentrada en demostrar fuerza y coherencia doctrinaria que en articular soluciones concretas a los problemas urgentes.
El veto, en este contexto, adquiere un carácter doblemente problemático. Por un lado, bloquea proyectos que podrían mitigar necesidades inmediatas. Por otro, funciona como cortina de humo que desplaza la atención pública hacia la pelea institucional y la reafirmación ideológica, en lugar de abrir debates serios sobre cómo revertir la crisis económica y social.
Un poder que se reafirma en la negación
En política, gobernar no es solo afirmar un programa, sino también saber negociar, ceder y adaptar medidas a la complejidad de la sociedad. El veto sistemático despoja al Ejecutivo de esa flexibilidad y lo encierra en una lógica de negación: Milei se afirma como líder fuerte porque se niega, porque dice “no”, porque bloquea. Pero esa fortaleza es frágil, porque no se traduce en políticas públicas capaces de transformar la realidad cotidiana de la población.
La pregunta de fondo es si la Argentina puede sostener un esquema en el cual la voluntad popular expresada en las urnas se convierte en un campo de batalla permanente, y el veto deja de ser un instrumento de excepción para transformarse en una forma de gobernar.
Finalmente …
El veto como respuesta al voto expresa una visión de la política donde la disputa ideológica prima sobre las necesidades concretas de la población. Milei se coloca por encima de las demandas sociales para reafirmar su cruzada contra la “casta”, pero en esa dinámica sacrifica el principio básico de la democracia: el reconocimiento del otro como parte legítima del sistema.
La Argentina enfrenta así un dilema crucial: aceptar que el veto se normalice como práctica de gobierno —convirtiendo cada acto legislativo en una pulseada de poder— o reclamar que la política vuelva a ser un espacio de construcción colectiva donde el voto, más que un obstáculo, sea la guía de acción para quienes gobiernan.
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