Sometimiento penal y doble vara: el caso del hotelero de Pigüé y la criminalización del juego en pandemia. Durante la pandemia se multiplicaron los relatos de comerciantes y pequeños empresarios que, ante el cierre obligado de su actividad turística, buscaron alternativas para sostener ingresos. Uno de esos casos terminó desembocando en un proceso penal.
A fines de 2020 la policía allanó el Gran Hotel Pigüé y se desbarató lo que las fuentes describieron como un casino clandestino que, además, funcionaba en modalidad virtual. El episodio llegó a los tribunales y el dueño del alojamiento, identificado por la prensa como Ricardo Alberto López, quedó procesado; la justicia recientemente rechazó un pedido de sobreseimiento y mandató que el caso vaya a juicio.
Es importante decirlo con honestidad: montar un casino clandestino, aun en tiempos desesperados, no era una actividad legal ni inocua. Las leyes sobre juego buscan controlar evasión fiscal, lavado de activos y proteger a los consumidores; por eso muchas de estas conductas ya no se consideran meras contravenciones sino delitos que pueden tener consecuencias penales.
En el expediente sobre el Gran Hotel Pigüé los fiscales sostienen que se armó una estructura destinada a obtener ganancias fuera del marco legal. Sin embargo, del reconocimiento del hecho a la interpretación política y social del proceso hay un trecho que conviene analizar. Para una parte de la opinión pública y para organizaciones que observan la actuación estatal, este caso es más que la sanción de una conducta irregular.
Este es un ejemplo —dicen— de cómo la reacción punitiva del Estado en materia penal puede terminar apuntando de forma desproporcionada contra trabajadores y pequeños empleadores en contextos de emergencia. Esa lectura sostiene que, en la práctica, el sometimiento penal termina por recargar sobre el eslabón más débil (propietarios, empleados, subcontratistas) responsabilidades que en otros ámbitos —por ejemplo, frente a grandes operadores o al amparo de regulaciones flexibles— se resuelven con multas administrativas o clausuras.
(Esta interpretación se construye a partir de críticas generalizadas al uso del Derecho penal como herramienta para resolver problemas sociales complejos, más que de pruebas concretas de persecución selectiva en este expediente). Hay, además, un reclamo recurrente sobre la doble vara de la Justicia: cuando la economía informal o las prácticas marginales las realizan actores pequeños, la reacción estatal suele ser represiva; cuando similares prácticas están vinculadas a empresas con poder económico o redes bien conectadas, las sanciones pueden ser diluidas, negociadas o resueltas por vías administrativas.
En el caso puntual de Pigüé, esa acusación no está probada en el expediente público (que registra allanamientos y procesamiento al titular del hotel), pero sirve para plantear preguntas legítimas sobre proporcionalidad y política criminal: ¿hasta qué punto la respuesta penal es la herramienta adecuada para una actividad que, en muchos casos, fue una salida económica en pandemia? ¿Se persiguió a trabajadores o sólo al responsable del local? ¿Existen estándares uniformes de investigación y sanción?
También conviene recordar el contexto: la emergencia sanitaria puso a la actividad hotelera y turística al borde de la supervivencia. Varios locales cerraron, redujeron personal o buscaron ingresos alternativos. Eso no exonera de responsabilidad legal, pero sí ayuda a comprender por qué se multiplicaron iniciativas fuera del marco reglamentario y por qué muchos operadores quedaron expuestos a sanciones que pueden ser muy onerosas para un emprendimiento chico.
La justicia tiene la tarea de proteger el orden legal, pero la política pública debería preguntarse si el reproche penal es la herramienta más eficaz y justa cuando la causa subyacente es una crisis económica derivada de una pandemia. ¿Qué enseñanzas deja el episodio? Primero, que la ilegalidad cometida —organizar juego clandestino— merece ser abordada: por las consecuencias económicas y sociales que puede generar y por las normas vigentes.
Segundo, que las autoridades y los operadores del Estado deben calibrar sus respuestas para evitar que la represión penal recaiga desproporcionadamente sobre trabajadores o pequeños comerciantes. Y tercero, que hace falta mayor claridad y coherencia normativa: si la actividad del juego está penada, las sanciones y los procedimientos deben aplicarse con criterios transparentes y equilibrados, y acompañarse cuando corresponda con medidas de prevención, educación y alternativas de formalización económica.
El caso del Gran Hotel Pigüé —del allanamiento de 2020 al procesamiento y la decisión reciente de enviar el expediente a juicio— es un buen termómetro de estas tensiones. Es, a la vez, una advertencia: no todas las respuestas públicas pueden ser idénticas, y el derecho penal no debe convertirse en el único recurso frente a fallas regulatorias o crisis económicas. Para resolverlo, la sociedad necesita tanto sanción proporcional como políticas que atiendan las causas económicas que empujaron a muchas personas a operar al margen de la ley.
