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“¿No hay plata?” Mientras las familias lo sufren, la política se la reparte

“¿No hay plata?”. Esa frase, que hoy repite el gobierno como bandera de austeridad, se ha vuelto una daga en el ánimo social. Pero en la práctica no es más que un eslogan, una justificación para recortar donde más duele: en el bolsillo de los trabajadores, en la calidad de la educación, en la salud pública, en la jubilación de los mayores, en la obra pública que nunca llega a los barrios.

En la mesa de las familias, “no hay plata” significa saltear comidas, acumular deudas, endeudarse con la tarjeta para comprar lo básico. Significa suspender sueños: un hijo que no puede estudiar afuera porque no hay becas, una familia que no puede arreglar el techo de la casa, un jubilado que no llega a comprar sus medicamentos.

Pero en la mesa de la política, “no hay plata” se convierte en una farsa. Porque siempre hay recursos para aumentar sueldos de legisladores, multiplicar asesores, mantener flotas de autos oficiales, girar millones en publicidad, financiar viajes innecesarios o tapar agujeros de empresas amigas.

Austeridad para los de abajo, abundancia para los de arriba

El actual gobierno se muestra como paladín del ajuste, repitiendo que se acabó la fiesta. Sin embargo, esa fiesta nunca fue para el pueblo. Mientras se recortan subsidios, se frenan obras y se congela la asistencia social, el Estado sigue funcionando como caja política. Los que piden sacrificio al pueblo son los mismos que no están dispuestos a perder un privilegio propio. No se escuchan medidas reales de reducción del gasto político, no hay señales de austeridad desde arriba. Lo que se predica hacia afuera no se aplica hacia adentro.

El pasado: una herencia de despilfarro y clientelismo

Pero sería ingenuo cargar toda la responsabilidad en el gobierno actual. Los anteriores fueron arquitectos de esta maquinaria perversa. Los que se proclamaban progresistas dilapidaron recursos en subsidios indiscriminados que solo enriquecieron a empresarios amigos. Los que se decían nacionales y populares usaron el Estado como caja para perpetuarse en el poder y comprar lealtades.

Los que se autodefinían como la “nueva política” también sostuvieron privilegios, aumentaron la deuda y nunca tocaron los intereses de la casta que juraron combatir. Cada gestión se escudó en el mismo discurso: la culpa es de la administración anterior. Y así, el péndulo se mueve, de un color político al otro, pero la consecuencia es la misma: la plata nunca alcanza para la gente, pero siempre sobra para la política.

La estafa permanente

El verdadero drama argentino es que no se trata de falta de plata, sino de un saqueo sistemático. La política transformó el Estado en un botín, repartido como premios de guerra cada vez que cambia la administración. Quien llega, acomoda a los propios, multiplica los ministerios, engorda las estructuras y, al final, le dice al pueblo que se ajuste porque “no hay plata”.

Mientras tanto, millones de argentinos se preguntan qué más deben resignar para sostener un sistema que solo les devuelve frustración. Y la respuesta de los dirigentes es siempre la misma: paciencia, esfuerzo, sacrificio. Palabras vacías que ya no alcanzan.
La pregunta es clara: ¿de verdad no hay plata? O, más bien: ¿para quién hay plata?

Porque para la política, para su entramado de privilegios y sus cajas negras, siempre hay. Lo que falta es voluntad de cortar con los privilegios de una clase dirigente que se enriqueció a costa de un país empobrecido. Y esa herida, lejos de cerrarse, se profundiza con cada gobierno que promete un cambio y termina repitiendo la misma historia.

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