En países empobrecidos como Argentina, el narcotráfico ya no es solo un fenómeno delictivo: es una estructura económica paralela que se alimenta del abandono estatal, la descomposición social y la desigualdad crónica. Lo que en otras épocas parecía un problema lejano, asociado a rutas internacionales de contrabando, hoy se ha instalado en los barrios más vulnerables, transformándose en un actor social y económico de peso.
La historia reciente muestra que, en contextos donde el desempleo y la inflación golpean de forma sistemática, el narcotráfico encuentra un terreno fértil para expandirse. En las periferias urbanas, donde las fábricas cerraron y los comercios no generan empleo estable, el negocio de la droga se presenta como la única “industria” en crecimiento. No hay currículum, no hay entrevistas, no hay trámites interminables. El reclutamiento es directo: un conocido del barrio ofrece dinero rápido y constante a cambio de un trabajo que, al principio, parece simple.
La economía de la necesidad
El atractivo del narcotráfico se entiende cuando se lo mira desde la economía de la necesidad:
Un joven que gana 120.000 pesos en un empleo informal puede duplicar o triplicar esa suma en cuestión de días vendiendo drogas al menudeo.
No necesita estudios, movilidad ni inversión inicial: solo aceptar la oferta y obedecer órdenes.
El entorno, muchas veces, valida la decisión: vecinos y familiares que también dependen del dinero que circula en ese mercado terminan justificando o naturalizando la actividad.
Este circuito crea un espejismo de prosperidad. El nuevo “trabajador” empieza a vestirse mejor, a tener objetos que antes eran inalcanzables, a moverse con un aire de importancia. Pero detrás de esa fachada se esconde una maquinaria de violencia que no da respiro.
Violencia como moneda de cambio
En el narcotráfico, la confianza no existe y la lealtad dura lo que dura el miedo. La competencia por territorios, las disputas internas y la presión de las fuerzas de seguridad —muchas veces atravesadas por la corrupción— convierten la vida cotidiana en una carrera de riesgo permanente. Las amenazas, los ajustes de cuentas y la traición son parte del paisaje.
Quien ingresa sabe, en el fondo, que hay solo dos salidas posibles: la cárcel o la muerte. La primera puede llegar en un operativo o por una traición interna. La segunda, sin previo aviso, en cualquier esquina, incluso en la propia casa. El retiro pacífico no es una opción real: abandonar el negocio es traicionar intereses, y eso se paga con la vida.
Estado ausente, crimen presente
La proliferación del narcotráfico no es un accidente: es la consecuencia directa de un Estado que no llega a los lugares donde más se lo necesita. Las políticas públicas de inclusión laboral, educación y seguridad suelen ser insuficientes, intermitentes o simplemente inexistentes. Y cuando el Estado se ausenta, el crimen organizado ocupa su lugar, no solo ofreciendo empleo, sino también ejerciendo control territorial, imponiendo reglas y, en algunos casos, brindando una forma distorsionada de “protección” a los vecinos.
En este contexto, las fuerzas de seguridad muchas veces se ven superadas o, peor aún, cooptadas por redes de corrupción que lubrican el negocio. Los barrios quedan atrapados en un doble abandono: el de la legalidad que nunca llega y el de la ilegalidad que impone sus condiciones a sangre y fuego.
Un círculo que se retroalimenta
El narcotráfico es un negocio que se nutre de la desesperación y la reproduce. Cada joven que entra al sistema y termina preso o muerto deja un vacío que rápidamente será ocupado por otro, quizás más joven, más vulnerable y más dispuesto a correr riesgos. La demanda de droga, interna y externa, asegura que la rueda siga girando.
Romper este ciclo exige más que operativos policiales espectaculares o promesas de mano dura. Requiere un cambio profundo en las condiciones estructurales que permiten que el narcotráfico sea visto como una alternativa de vida. Educación real, empleo digno, contención social y un sistema judicial que no sea cómplice son las únicas herramientas que podrían empezar a frenar esta maquinaria.
Conclusión: la esperanza secuestrada
En los márgenes donde la necesidad se transforma en desesperación, el narcotráfico se disfraza de esperanza. Y quienes caen en su trampa lo descubren demasiado tarde: allí no hay retiro, no hay jubilación, no hay final feliz. Solo una cuenta regresiva que termina, inevitablemente, en la prisión o en el cementerio.
La verdadera lucha contra el narcotráfico no se gana únicamente con armas ni con cárceles; se gana arrebatándole su combustible: la pobreza, la desigualdad y la falta de futuro. Mientras esas condiciones sigan intactas, el negocio seguirá vivo, y con él, la condena silenciosa de miles de jóvenes que nunca tuvieron otra opción real.