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El combo letal de nuestros viajes: velocidad, distracción y rutas destruidas

En la vastedad de nuestras rutas, entre paisajes imponentes y horizontes que prometen destinos soñados, se esconde una verdad incómoda: cada viaje es también un desafío. Y no sólo porque implica recorrer cientos de kilómetros, sino porque lo hacemos inmersos en un combo letal que combina velocidad, cansancio, distracciones y un estado deplorable de muchas de nuestras rutas. Frente a esto, no alcanza con buenos reflejos o un volante firme; es hora de repensar profundamente cómo afrontamos nuestros viajes.

La cultura de la prisa

Vivimos en una época donde todo parece urgir. Llegar antes, ganar tiempo, cumplir horarios ajustados. Esta cultura de la prisa se traslada al volante, donde la velocidad se convierte en una aliada peligrosa. En tramos donde las condiciones del asfalto son inestables o directamente catastróficas, acelerar más allá de lo prudente no es sólo una imprudencia: es un boleto al desastre.

La velocidad, lejos de ser una solución, suele ser el primer eslabón de una cadena de errores. Reduce los márgenes de maniobra, amplifica los riesgos ante cualquier imprevisto y exige una concentración constante que, muchas veces, no podemos sostener.

En cada ruta, una trampa

Muchos caminos del país —especialmente en zonas rurales o menos transitadas— presentan baches profundos, señalización deficiente, falta de banquinas, y pavimentos agrietados que obligan al conductor a una atención extrema. Pero incluso en las rutas más transitadas, no es raro encontrar deformaciones, zonas sin demarcación o sectores inundables que se transforman en verdaderas trampas. Conducir en estas condiciones es una actividad que demanda tanto física como mentalmente. Y cuando al estado de la ruta se le suma el cansancio, el combo se vuelve explosivo.

El cuerpo también viaja

Pocas veces se habla del cuerpo del conductor como una pieza clave de la seguridad vial. Pero el cansancio, el sueño, el estrés o incluso una digestión pesada pueden alterar significativamente los reflejos y la capacidad de reacción. Un pestañeo de más. Una curva mal calculada. Un segundo de distracción por el celular. En una ruta de alta velocidad, todo eso puede convertirse en tragedia.

Y no sólo eso: muchas veces no sabemos escuchar nuestras propias señales de agotamiento. Continuamos manejando “porque falta poco”, o “porque ya estamos por llegar”, sin darnos cuenta de que el tramo final puede ser el más peligroso, cuando la fatiga se convierte en una presencia invisible pero implacable.

¿Y si viajamos distinto?

Esta realidad obliga a un replanteo. No se trata sólo de reducir la velocidad, aunque eso ya sería un gran paso. Se trata de cambiar el enfoque: de dejar de pensar el viaje como un mero trámite o una carrera contra el tiempo, y empezar a considerarlo una experiencia que merece planificación, respeto y conciencia.

Implica detenernos cuando el cuerpo lo pide. Revisar el vehículo antes de salir. Consultar el estado de las rutas. Evitar distracciones como el celular o los sistemas multimedia si no son estrictamente necesarios. Significa, también, aceptar que llegar 15 minutos más tarde puede ser irrelevante… comparado con no llegar.

Un compromiso colectivo

La responsabilidad no es sólo individual. Las autoridades deben garantizar rutas seguras, bien mantenidas y señalizadas. Los controles de tránsito deben ser eficaces, pero también deben promover una educación vial constante y accesible. Los medios tienen un rol clave al visibilizar la problemática sin sensacionalismo, sino con profundidad.

Pero mientras ese cambio estructural llega —si es que llega—, la actitud del conductor es la primera línea de defensa. No por miedo, sino por respeto: por uno mismo, por quienes viajan con nosotros, por quienes encontramos en el camino.

Conclusión

Cada viaje es un acto de confianza. En el vehículo, en la ruta, en nosotros mismos. Pero esa confianza no puede basarse en la ilusión de invulnerabilidad. Vivimos rodeados de factores que multiplican los riesgos: velocidades excesivas, rutas destruidas, cansancio crónico y distracciones constantes. Es hora de frenar. De mirar distinto. De viajar con la conciencia de que la verdadera llegada no es un horario cumplido, sino un destino alcanzado con vida, con serenidad y con sabiduría.

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