Coronel Suárez vive tiempos duros. La crisis económica nacional no solo golpea las grandes ciudades, sino que castiga con particular violencia a los pueblos del interior. Aquí, donde las redes de contención son más débiles y el circuito económico se alimenta de la cercanía, los efectos de la recesión son devastadores. El comercio local, históricamente uno de los motores más importantes de la economía suarense, se encuentra en una situación de extrema vulnerabilidad. Perspectivas de crecimiento ya no hay. Ahora se pelea por no cerrar.
Las bajas en las ventas son generalizadas y dramáticas. Según datos relevados en comerciantes independientes, la caída promedio supera en casos el 40% en muchos rubros. Incluso negocios bien establecidos, con trayectoria y clientela fidelizada, se encuentran en estado de emergencia. Cada mes hay nuevas persianas que se piensan en cerrar, y no por renovación o traslado: simplemente ya no dan los números. Las promociones constantes, el pago en cuotas, los descuentos y las rebajas no logran seducir a un consumidor asfixiado por la estanflación y la incertidumbre.
La cadena de pagos, ese delicado entramado que une comercios, proveedores, empleados y bancos, está rota. Hay atrasos generalizados. Comerciantes que no pueden pagar a sus distribuidores, proveedores que cortan el abastecimiento, cheques rechazados, cuentas corrientes paralizadas. En muchos casos, para mantener la actividad, se recurre a préstamos informales, tarjetas de crédito personales o directamente al endeudamiento familiar. Es un juego de supervivencia que deja fuera a los más chicos, a los que ya no tienen margen.
La competencia desleal ha empeorado el cuadro. Muchos comerciantes apuntan contra un fenómeno creciente: la proliferación de ventas informales a través de redes sociales o de vendedores que no pagan impuestos, ni alquileres, ni sueldos. En rubros como la indumentaria, calzado, productos de cosmética o servicios domésticos, la informalidad ya representa una amenaza directa a los locales establecidos. No se trata de demonizar al vendedor particular —muchas veces también víctima del sistema—, sino de señalar la absoluta falta de regulación y control que profundiza las desigualdades.
A este panorama desalentador se suman dos agravantes de enorme impacto: el cierre de fábricas y la crisis del empleo. El caso más emblemático es la salida de la planta Dass, que dejó sin trabajo a más de varios centenares de personas. La pérdida de esos sueldos mensuales implicó una reducción sensible del dinero circulante en la ciudad, y una caída inmediata en el consumo de bienes y servicios. Pero no fue la única: talleres, carpinterías, pequeñas fábricas y cooperativas también redujeron personal o directamente bajaron las cortinas. Los despidos crecen y el empleo que se ofrece es precario, informal, mal pago o eventual.
Mientras tanto, muchos locales permanecen vacíos, con carteles de “se alquila” que ya forman parte del paisaje urbano. Muchas viviendas se desocuparon porque los hijos volvieron con sus padres. Otros sobreviven a duras penas, reduciendo horarios, achicando personal, dejando de pagar impuestos o directamente trabajando en la total informalidad. Es la economía de la emergencia, donde ya no se piensa en invertir ni crecer: se piensa en llegar a fin de mes.
En este contexto, la ausencia del Estado —en todas sus formas— se vuelve más evidente y dolorosa. No hay políticas activas de contención al comercio, ni exenciones fiscales, ni créditos accesibles, ni programas que alienten la inversión o la formalidad. Tampoco se escucha a los protagonistas. Las cámaras comerciales seguramente no son escuchadas. Los comerciantes piden soluciones, propuestas, diálogo, pero las respuestas no llegan. La sensación general es de abandono.
Urge una intervención seria y concreta. No hay tiempo para promesas ni diagnósticos. Se necesitan medidas urgentes: alivio fiscal, líneas de crédito reales, protección al comercio formal, políticas locales que fomenten el consumo interno y el compre local. También controles efectivos sobre la competencia desleal, articulación con instituciones intermedias, estímulo al empleo digno y coordinación entre municipio, provincia y Nación. Porque detrás de cada comercio hay una familia.
Y detrás de cada cierre hay más que una pérdida económica: hay sueños truncados, historias de esfuerzo, trayectorias que se ven forzadas a terminar. La crisis del comercio no es solo un problema de números: es una crisis social que impacta en la calidad de vida de toda la comunidad. Coronel Suárez tiene que decidir si quiere conservar su identidad comercial, su vida urbana activa, sus calles con movimiento y su red de relaciones económicas y humanas. Para eso, es imprescindible mirar de frente la crisis, nombrarla y actuar. El tiempo se agota. Y el silencio ya no es opción.