Argentina atraviesa uno de los momentos más duros de su historia reciente. La economía se desmorona a ojos vista: salarios pulverizados, inflación descontrolada, pobreza estructural que ya no golpea las puertas, sino que las habita. El tejido social está desgarrado, el cansancio es visible en cada rostro, y la desesperanza se ha vuelto un estado emocional colectivo. Sin embargo, mientras la realidad exige respuestas urgentes, gran parte de la dirigencia política se muestra concentrada, casi obsesivamente, en un único asunto: el armado de listas.
La distancia entre la clase política y la vida real del pueblo nunca fue tan evidente. Mientras millones de argentinos eligen entre comer o pagar una boleta, entre llevar a sus hijos al colegio o comprar los útiles, los principales referentes partidarios —tanto oficialistas como opositores— se encierran en reuniones interminables para resolver a quién le tocará tal banca, qué sector “mete” más candidatos, qué dirigente queda afuera, y cuántos cargos habrá para cada facción. Como si el país no se incendiara. Como si el dolor ajeno fuera apenas un ruido de fondo.
Las discusiones no giran en torno a proyectos, ideas o soluciones. No hay mesas de debate sobre el hambre, la exclusión, el abandono del sistema de salud o la deserción escolar. No se discute cómo frenar la violencia, ni cómo recuperar el empleo formal. No hay diagnósticos sinceros ni propuestas concretas. Lo que hay es especulación, cálculo, rosca. La política se ha convertido en un espejo que solo se refleja a sí mismo.


Y lo más grave es que esto no indigna como debería. Se ha naturalizado que, en cada año electoral, la prioridad sea el juego de poder interno y no la agenda social. Se acepta —casi resignadamente— que los partidos trabajen para sí mismos y no para el país. Se ha perdido la noción de representación real, de servicio público, de compromiso con los que menos tienen. Lo que prevalece es la lógica de la supervivencia personal, del acomodo, del oportunismo.
La casta política —sí, esa palabra que tantos repudian pero tan pocos desmienten con hechos— parece más interesada en asegurarse un lugar en la boleta que en ganarse un lugar en el corazón de la gente. No hay épica ni vocación: hay marketing, cinismo y una alarmante falta de empatía. Las listas se arman entre cuatro paredes, al margen de la voluntad popular y de espaldas a las verdaderas prioridades nacionales.
Mientras tanto, el ciudadano de a pie se hunde. Aguanta. Sobrevive. Con la sensación creciente de que nadie lo ve, de que sus problemas no tienen eco. Y cuando la política se vacía de sentido, crece el riesgo de que otros discursos —más peligrosos, más extremos— ganen terreno. No porque sean mejores, sino porque al menos aparentan escuchar. Es hora de que la política despierte. O cambia profundamente su manera de actuar, o terminará de perder lo poco que le queda de legitimidad. El pueblo ya no tiene paciencia, ni tiempo, ni margen. Lo único que le sobra es dolor.
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