Hoy no es solo un día más. Para muchos, el 7 de junio —o la fecha que en cada país se haya elegido para homenajear a quienes ejercen el periodismo— debería ser una jornada de reconocimiento, gratitud y memoria. Pero en un país donde informar es sinónimo de peligro, donde el periodismo es atacado sistemáticamente desde las más altas esferas del poder y despreciado por sectores que prefieren la comodidad del relato antes que la crudeza de la verdad, este día tiene otro sabor. Uno más amargo. Uno más digno.
Ser periodista hoy no es una elección liviana. Es una forma de resistencia. Es caminar sobre el filo de una navaja, entre la amenaza constante y la necesidad urgente de contar lo que otros prefieren ocultar. Es hablar en voz alta cuando muchos prefieren callar. Es sostener una linterna encendida en un túnel que se ensancha en sombras.
En tiempos donde la palabra “periodista” es arrojada como un insulto por ciertos dirigentes y despreciada por multitudes que repiten eslóganes sin detenerse a pensar, es más necesario que nunca recordar que la libertad de prensa no es un lujo: es un derecho. Y que un país que amordaza a sus periodistas es un país que deja de ser libre.


El periodismo no siempre acierta, claro que no. No está hecho de seres infalibles, sino de mujeres y hombres que, con recursos escasos, presiones múltiples y amenazas crecientes, siguen apostando a la verdad, aún cuando les cueste el empleo, la salud o incluso la vida. Cada nota publicada, cada investigación que incomoda, cada entrevista que arranca una verdad escondida, es un acto de valentía.
Hoy no hay flores ni aplausos. Hay sospechas, hay agresiones, hay campañas sistemáticas para desacreditar a quien piensa distinto. Pero también hay algo que sobrevive a todo eso: la convicción. La certeza de que el periodismo libre no se negocia. Que vale más una verdad incómoda que mil mentiras convenientes. Que cuando un periodista cae, se apaga una voz que defendía el derecho de todos a saber.
Este día del periodista no es de celebración. Es de memoria. De compromiso. De abrazar con fuerza la ética, la vocación y el coraje que este oficio exige. Y de decirle a quienes quieren acallar a la prensa que no lo lograrán. Porque mientras quede un periodista de pie, habrá alguien dispuesto a contar lo que pasa. Aunque cueste. Aunque duela. Aunque incomode.
Porque el periodismo no es el enemigo. El silencio sí.
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