La frase no siempre se dice en voz alta. A veces llega en forma de silencio administrativo, de trámites que se estancan, de llamados que no se devuelven. Llega en la mirada indiferente de un funcionario, en la negativa de una escuela a integrar, en el sistema de salud que no prioriza. “Si tienes un hijo discapacitado, es tu problema” no es solo una sentencia cruel: es un reflejo de la negligencia estructural con la que muchos Estados tratan la discapacidad infantil.
Para miles de familias, criar a un hijo con discapacidad no es simplemente un desafío cotidiano, sino una travesía cuesta arriba donde el amor incondicional choca contra muros de indiferencia institucional. A menudo, los padres no solo enfrentan la complejidad de las necesidades médicas, educativas o terapéuticas de sus hijos, sino también el abandono sistemático del sistema público, que actúa como si la discapacidad fuera una cuestión exclusivamente privada, doméstica, ajena al interés común.
Pero ¿acaso no es el rol del Estado proteger a quienes más lo necesitan? ¿Dónde queda el mandato constitucional de igualdad de oportunidades? ¿Qué mensaje estamos enviando como sociedad si naturalizamos que solo quienes tienen recursos pueden ofrecer una vida digna a sus hijos con discapacidad? Este artículo no busca conmover por el dolor, sino alertar por la omisión. Porque detrás de cada familia que lucha sola hay una cadena de responsabilidades que no se están cumpliendo. Y porque cuando un niño con discapacidad queda relegado, es toda la sociedad la que fracasa.
Familias que luchan solas
Cuidar, acompañar, educar y garantizar una vida digna a un hijo con discapacidad es una tarea que exige enormes recursos físicos, emocionales y, sobre todo, económicos. Pero en lugar de recibir acompañamiento y políticas públicas que alivien esa carga, muchas familias se encuentran solas, atrapadas entre la desinformación, el papeleo interminable y la escasez de servicios adaptados. Padres y madres se ven obligados a dejar sus trabajos para cuidar de sus hijos. Algunos caen en la pobreza. Otros abandonan sus estudios o su salud mental se deteriora. ¿Y el Estado? Ausente o, en el mejor de los casos, reactivo, lento y fragmentado.
¿Un problema privado o una responsabilidad colectiva?
La discapacidad no es un asunto privado. Es una cuestión de derechos humanos. La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, firmada por más de 180 países, establece que los Estados deben garantizar el acceso a la salud, la educación, la inclusión laboral y la participación plena en la sociedad para todas las personas con discapacidad.

Eso incluye a los niños. Y a sus familias. Cuando el Estado se desentiende, está incumpliendo una obligación legal y moral. Está reforzando un modelo excluyente, donde solo quienes tienen recursos pueden ofrecer una vida digna a sus hijos, mientras el resto sobrevive como puede.
Brechas que duelen
Salud: turnos que demoran meses, tratamientos que no cubren las obras sociales, terapias inaccesibles o escasas.
Educación: escuelas sin personal especializado, sin recursos materiales o directamente que se niegan a admitir a estudiantes con discapacidad.
Transporte: falta de accesibilidad o servicios adaptados, lo que impide la autonomía de los chicos y limita su integración.
Trabajo: padres que no pueden sostener empleos de tiempo completo por la falta de apoyos públicos para el cuidado de sus hijos.
Cada uno de estos puntos revela no solo una carencia, sino una forma de exclusión sistemática.
¿Qué debería hacer el Estado?
Una respuesta responsable incluye:
Sistemas de apoyo integral a las familias.
Acceso gratuito y oportuno a salud y rehabilitación.
Escuelas inclusivas y bien equipadas.
Subsidios, licencias laborales extendidas y redes comunitarias de contención.
Políticas públicas diseñadas con y para las personas con discapacidad.
No se trata de “dar una mano”, sino de garantizar derechos. El Estado no debe actuar como un benefactor condescendiente, sino como un garante activo de equidad y justicia.
Un llamado a la empatía y la acción
Cuando una familia escucha “es tu problema”, lo que realmente se está diciendo es: “tu hijo no es parte de esta sociedad”. Esa es una herida profunda. Y una señal de que hay mucho por transformar. Si aspiramos a sociedades más justas, la respuesta correcta no puede ser el abandono. La respuesta correcta es el compromiso, la inversión, la empatía institucional. Porque un hijo con discapacidad no es “un problema”. Es un ser humano con derechos. Y esos derechos nos involucran a todos.
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