Cada 29 de mayo, en cada rincón de la Argentina donde una guitarra se afina, donde un bombo se abraza como un latido del corazón, donde una zamba se baila con los ojos cerrados, se honra a los hombres y mujeres que dedican su vida a algo mucho más grande que el arte: la preservación del alma de un pueblo. Hoy celebramos el Día del Folklorista, una fecha que nace del amor profundo por lo nuestro, por lo que fuimos, lo que somos y lo que seremos.
Esta conmemoración tiene su raíz en la figura de Andrés Chazarreta, nacido un 29 de mayo de 1876 en Santiago del Estero. Maestro, compositor, recopilador incansable, fue el primero en llevar el folklore argentino a un escenario nacional, marcando un antes y un después. Gracias a él, muchas danzas y canciones que se escuchaban en patios de tierra o entre gauchos y comadres en el monte, comenzaron a encontrar su lugar en los teatros, en los discos y en el corazón de las nuevas generaciones.
Pero el legado de Chazarreta va más allá de su figura. Representa a todas las personas que, sin buscar fama ni aplausos, han dedicado su vida a transmitir las costumbres, los saberes, la música y la palabra de los pueblos. Folkloristas son quienes van pueblo por pueblo recogiendo coplas, escribiendo décimas, grabando a un anciano que cuenta cómo se curaban antes las heridas con yuyos, o a una mujer que enseña a tejer con la técnica de su abuela. Ser folklorista es mucho más que hacer música: es resistir al olvido, sembrar memoria, defender la identidad con belleza y verdad.
En un país tan vasto y diverso como Argentina, el folklore es una red invisible que une a la Quebrada con la Patagonia, al Litoral con Cuyo, al campo con la ciudad. Y en esa red, los folkloristas son los tejedores.

Hay quienes lo hacen desde grandes escenarios, con bombos y guitarras que estremecen festivales. Pero hay muchos más que lo hacen en el silencio: en un taller de danzas regionales en una escuelita rural, en un programa de radio comunitaria, en una peña donde se canta hasta el amanecer.
Este día es un homenaje también a aquellos que ya partieron, pero que dejaron una huella profunda. Desde el legado inmortal de artistas como Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa, Leda Valladares, hasta los nuevos guardianes de lo nuestro que siguen llevando el folklore al corazón de las juventudes, reinterpretándolo sin perder su esencia.
En tiempos de globalización y culturas instantáneas, donde las modas duran menos que una canción, el folklore sigue ahí: firme, auténtico, sabio. Porque no está hecho de artificios, sino de historia, tierra, viento, amor y lucha. Porque nace de las entrañas del pueblo, y ahí se queda. Hoy, entonces, celebremos a nuestros folkloristas con gratitud y orgullo.
Escuchemos sus canciones, leamos sus versos, aprendamos de su saber. Honremos su labor, muchas veces silenciosa, muchas veces incomprendida, pero profundamente necesaria. Porque mientras haya un solo corazón argentino que se emocione al oír una chacarera o al bailar una cueca, mientras una voz cante a la tierra, al río, a la injusticia o al amor con tonada criolla… el folklore vivirá. Y con él, vivirá la historia viva de nuestro país. Gracias, folkloristas. Gracias por sostener con alma y coraje lo que nos hace ser quienes somos.
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