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¿Deben los trabajadores resignarse a salarios miserables para frenar la inflación?

billetera pesos

En la Argentina de hoy, donde los precios suben más rápido que los sueldos y el salario mínimo no alcanza para cubrir una canasta básica, comienza a instalarse una idea peligrosa desde algunos sectores del poder político y económico: que los trabajadores deben resignarse a cobrar menos para ayudar a bajar la inflación.

Este discurso, que intenta vestirse de tecnocracia racional, en realidad carga con una profunda carga ideológica. Sostiene que los aumentos salariales alimentan la “puja distributiva”, encarecen los costos empresariales, y se trasladan a precios. Por lo tanto, para “estabilizar” la economía, hay que contener —o directamente congelar— los ingresos del sector trabajador. Lo llaman “desindexación”. En otras palabras: licuar salarios, pero mantener las ganancias.

El salario como variable de ajuste

Lo más preocupante de esta lógica es que traslada el ajuste estructural sobre quienes menos responsabilidad tienen en la crisis. El trabajador argentino promedio no controla el tipo de cambio, no decide la tasa de interés, no maneja los subsidios ni tiene cuentas offshore. Y sin embargo, es el primero en pagar las consecuencias cuando el modelo hace agua.

Desde 2018 en adelante, con el último tramo del gobierno de Mauricio Macri, los salarios reales vienen en caída libre. La crisis de deuda, la inflación galopante y los sucesivos programas de ajuste hicieron que, en promedio, el salario formal perdiera entre 25% y 35% de su poder de compra según el sector. En el ámbito informal, la situación es aún más grave.

Hoy, con un salario mínimo que no llega a los 300 dólares, Argentina se encuentra entre los países con los sueldos más bajos de América Latina, superado incluso por naciones con economías más pequeñas. Y aun así, se insiste en que un aumento generalizado de salarios sería “irresponsable”.

¿Quién empuja realmente los precios?

El argumento de la “inflación por salarios” desconoce no solo la evidencia empírica local, sino también los estudios internacionales. La experiencia comparada muestra que la inflación sostenida, como la que vive Argentina, rara vez se debe a subas salariales. En países como Brasil, México o incluso Estados Unidos, los aumentos de salarios suelen seguir a la inflación, no anticiparla. Lo mismo ocurre aquí: las paritarias, lejos de correr a los precios, corren detrás.

En Argentina, la inflación responde a múltiples factores: inestabilidad cambiaria, desconfianza macroeconómica, dolarización de precios, concentración de mercado, expectativas desancladas y una estructura impositiva regresiva. En este contexto, cargar la responsabilidad sobre los sueldos no solo es injusto, sino técnicamente errado.

Además, buena parte de la economía argentina está dominada por oligopolios que forman precios con escasa competencia real. Empresas que fijan aumentos preventivos, que remarcan ante rumores y que tienen el poder de trasladar costos sin perder participación de mercado. Allí está el verdadero problema: no en el salario del docente, del enfermero, del albañil.

La trampa de la estabilidad desigual

El gobierno actual, alineado con los postulados más ortodoxos del pensamiento económico, ha logrado una desaceleración parcial de la inflación a costa de una recesión profunda. El dólar oficial está virtualmente congelado, los precios se alinean al ancla cambiaria, pero a costa de una brutal licuación del gasto público y del ingreso real.

Esta estrategia, que podría generar una mejora en algunos indicadores nominales, oculta un drama social. Según cifras de la UCA, más del 55% de la población está por debajo de la línea de pobreza. La desocupación crece y el consumo masivo cayó un 17% en el primer trimestre del año. La economía “se estabiliza”, pero para unos pocos.

En este modelo, la inflación baja, sí, pero porque la demanda colapsa. Porque la gente deja de comprar carne, medicamentos, ropa o libros. ¿Eso es sostenibilidad? ¿Es progreso?

El salario como motor, no como obstáculo

Frente a esta realidad, urge recuperar una visión más justa y estratégica del salario. El ingreso de los trabajadores no debe ser visto como un “costo” a contener, sino como un motor del desarrollo nacional. Un país no crece a partir del empobrecimiento de su clase trabajadora, sino de su fortalecimiento.

El mercado interno argentino, históricamente robusto, fue una de las claves del crecimiento en épocas de inclusión. Cuando los salarios crecieron por encima de la inflación —como entre 2003 y 2011—, la economía también lo hizo, con aumento del consumo, producción local, generación de empleo y reducción de la pobreza.

Plantear hoy que la única forma de ordenar la economía es con salarios de hambre es condenar al país a un modelo de desigualdad estructural, en el que pocos acumulan y muchos sobreviven. Una economía en la que los asalariados son disciplinados no para producir más, sino para reclamar menos.

Conclusión: ¿Quién paga el costo de la estabilidad?

La verdadera discusión no es técnica: es política. ¿Quién va a pagar el costo de estabilizar la economía? ¿Será otra vez el pueblo trabajador, o esta vez tocará también a los que acumulan, fugan, especulan y se benefician de un modelo excluyente? La democracia se debilita cuando el trabajo deja de garantizar dignidad.

Si se sigue profundizando esta línea de ajuste que premia al capital financiero y castiga al asalariado, lo que está en riesgo no es solo el poder adquisitivo: es la cohesión social, la paz y el futuro de millones de familias. No hay estabilidad posible sin justicia social. Y no hay justicia social sin salarios dignos.

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