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Las rutas argentinas colapsadas por culpa de políticas delincuenciales y desidia oficial

En Argentina, transitar una ruta nacional o provincial no es solo una actividad cotidiana, sino un acto de riesgo. Desde Jujuy hasta Tierra del Fuego, las rutas que deberían ser arterias del desarrollo económico se han convertido en trampas mortales, símbolo del abandono, la corrupción y la indiferencia del Estado. No se trata de simples baches: lo que hay detrás del deterioro vial es un entramado de políticas delincuenciales, falta de control, desvío de fondos, y una estructura pública incapaz —o desinteresada— en garantizar la seguridad y la conectividad de los ciudadanos.

Una red al borde del colapso
Según informes del Instituto del Transporte de la UNSAM y el propio Observatorio de la DNV (Dirección Nacional de Vialidad), más del 40% de las rutas nacionales pavimentadas presentan un estado entre “regular” y “malo”. En provincias como Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba, Tucumán o Misiones, el panorama no es mejor: calzadas intransitables, señalización ausente, banquinas destrozadas, y puentes al borde del derrumbe.

En muchas regiones, las rutas no solo no se reparan: ni siquiera se controla su tránsito. Hay trazas rurales donde las obras comenzaron en gobiernos anteriores y quedaron paralizadas por falta de pagos o por causas judiciales por corrupción. El caso paradigmático es el de la Ruta Nacional 8, entre Pilar y Pergamino, anunciada como autovía hace más de 15 años y aún inconclusa. Un ejemplo palpable de cómo la desidia mata.

Corrupción estructural: cuando el presupuesto se convierte en botín
Las obras viales en Argentina son desde hace décadas uno de los focos más opacos del manejo de fondos públicos. Los casos de desvío de dinero, sobreprecios, licitaciones amañadas o empresas fantasmas han sido recurrentes. Desde el escándalo de la “cartelización de la obra pública” hasta las recientes denuncias sobre contratos irregulares en corredores viales, todo indica que la infraestructura caminera ha sido una herramienta más de enriquecimiento ilícito para sectores políticos y empresariales corruptos.

En lugar de priorizar la planificación a largo plazo, el sistema funciona a base de parches: se reasignan fondos, se multiplican las auditorías sin efecto, y las obras que se anuncian con bombos y platillos muchas veces ni siquiera se inician. ¿El resultado? Caminos que se deterioran más rápido que los calendarios electorales.

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Consecuencias para los usuarios: muerte, aislamiento y retroceso económico
Detrás de cada ruta destruida hay historias de víctimas. Según la Agencia Nacional de Seguridad Vial, en 2023 murieron más de 5.500 personas en accidentes de tránsito en el país, y gran parte de esos siniestros ocurrieron en rutas con infraestructura deficiente. El mal estado del pavimento, la falta de señalización y la ausencia de controles son factores agravantes.

Pero el problema no es solo humano: también es económico. Los transportistas sufren roturas mecánicas constantes, pérdidas de mercadería, y tiempos de traslado que se duplican. Las economías regionales —que dependen del tránsito fluido para sacar su producción— ven encarecidos sus costos logísticos y pierden competitividad. El turismo, por su parte, también se ve afectado: un mal camino es suficiente para espantar visitantes a regiones enteras.

La desconexión de las autoridades: entre la indiferencia y el relato
Mientras miles de usuarios exigen soluciones, los funcionarios responsables eligen el silencio o la propaganda. Se anuncian obras viales como si fueran favores personales, y se ocultan las demoras y desvíos. Los presupuestos son aprobados, pero rara vez ejecutados en su totalidad. A su vez, la planificación federal queda en el papel, sin una política sostenida de mantenimiento ni participación real de las provincias. En muchos casos, se tercerizan las obras a empresas sin solvencia técnica o financiera, con vínculos estrechos con dirigentes locales. El Estado no sólo falla en controlar: a veces se convierte en cómplice.

¿Y ahora qué? Un llamado urgente a la acción
Es imperativo que el deterioro de las rutas argentinas deje de ser un tema marginal para convertirse en prioridad nacional. Se necesita una auditoría profunda e independiente de todas las obras inconclusas. Se deben revisar contratos, aplicar sanciones ejemplares, y transparentar el uso de fondos. Pero también es urgente establecer un plan de inversión vial serio, con objetivos verificables, participación ciudadana y controles reales. Porque cada kilómetro de ruta destruido es un símbolo de la Argentina que no queremos: la del olvido, la impunidad y la decadencia.

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