El 1 de mayo de 2025 se cumplen 172 años de la sanción de la Constitución Nacional Argentina, aprobada en la ciudad de Santa Fe en 1853. Este aniversario, que coincide con el Día Internacional del Trabajador, encuentra a la Carta Magna en un contexto de permanentes tensiones, reinterpretaciones y desafíos a su vigencia práctica.
Lejos de ser un documento sagrado e intocable, la Constitución argentina ha sido históricamente vapuleada por golpes militares, reformas oportunistas, omisiones del poder judicial y desacatos del poder político. ¿Qué queda hoy del espíritu de 1853?
Un punto de partida: el país después del caos
La sanción de la Constitución de 1853 fue un hito que buscó poner fin a décadas de guerra civil, anarquía institucional y fragmentación territorial. Tras la caída de Juan Manuel de Rosas en la Batalla de Caseros (1852), los líderes de las provincias —excepto Buenos Aires, que se mantuvo al margen— se reunieron en Santa Fe para dar forma legal a un país que no terminaba de consolidarse.
Inspirada fuertemente por la Constitución de los Estados Unidos, la Carta de 1853 estableció un modelo republicano, representativo y federal, con división de poderes, garantías individuales y derechos fundamentales. Fue la obra política más ambiciosa de la Generación del ’37, entre cuyos principales impulsores se encontraban Juan Bautista Alberdi —autor de Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina—, y figuras como Juan María Gutiérrez y José Benjamín Gorostiaga.
La Constitución fue un intento audaz de modernizar al país, atraer inmigración y capital extranjero, y organizar un aparato institucional capaz de contener las disputas internas. Su sanción el 1 de mayo de 1853 marcó, en teoría, el nacimiento del Estado argentino como república constitucional.
Reformas y retrocesos: de 1860 a 1994
La Constitución de 1853 no tardó en sufrir modificaciones. La primera llegó en 1860, tras la reincorporación de Buenos Aires a la Confederación, a cambio de ciertas concesiones como el reconocimiento de su rol preeminente. Luego vinieron reformas en 1866 (para ajustar cuestiones fiscales), en 1898 (modificaciones menores), y más drásticamente en 1949, bajo el gobierno de Juan Domingo Perón.
Esa Constitución peronista introdujo derechos sociales y laborales, el voto femenino, y un marcado sesgo estatista. Fue derogada de facto tras el golpe de 1955, mediante un acto inconstitucional: la proclama de la Revolución Libertadora. A partir de allí, Argentina vivió entre avances democráticos y retrocesos autoritarios, con suspensiones del orden constitucional, proscripciones, e intervención militar directa en la política.
En 1994, se produjo la última gran reforma, fruto del “Pacto de Olivos” entre el presidente Carlos Menem y Raúl Alfonsín. Esa reforma introdujo la reelección presidencial, creó el Consejo de la Magistratura, incorporó nuevos derechos (ambientales, culturales, de los pueblos originarios, etc.), y otorgó jerarquía constitucional a tratados internacionales de derechos humanos. Sin embargo, también generó debates sobre la gobernabilidad, la eficacia institucional y la real independencia de poderes.
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Una Constitución maltratada
A pesar de su rica letra, la Constitución argentina ha sido frecuentemente ignorada o vulnerada, tanto por gobiernos democráticos como autoritarios. La división de poderes ha sido debilitada por la concentración presidencialista, el Congreso ha funcionado en ocasiones como escribanía del Ejecutivo, y el Poder Judicial ha sido objeto de presiones, designaciones espurias y falta de transparencia.
También se ha vuelto común la práctica del decretismo: el abuso de decretos de necesidad y urgencia (DNU) para legislar por fuera del Congreso, en clara contradicción con el espíritu constitucional. Las reformas estructurales suelen hacerse sin consensos amplios ni respetando los mecanismos institucionales.
Por otro lado, derechos consagrados como el acceso a una vivienda digna, a la salud, a la educación gratuita, al ambiente sano, o la igualdad ante la ley, muchas veces no se traducen en políticas efectivas. En los hechos, la desigualdad, la pobreza estructural y la inseguridad jurídica son signos de una Constitución que no logra cumplirse.
El presente: entre tensiones y reinterpretaciones
En 2025, la Constitución llega a sus 172 años en un clima de profunda polarización política, fragilidad económica y desconfianza ciudadana hacia las instituciones. Se discuten posibles nuevas reformas: algunos sectores reclaman una “refundación del país”, mientras otros defienden la Carta vigente pero exigen su cumplimiento real.
En este contexto, resurgen interrogantes clave:
¿La Constitución es un texto vivo o una pieza de museo?
¿Puede haber una democracia sólida sin justicia independiente?
¿Se puede hablar de república cuando se gobierna por decreto?
¿Qué pasa con los derechos sociales si el Estado no los garantiza?
El legado de 1853 y el desafío del futuro
A pesar de sus avatares, la Constitución Nacional sigue siendo el pacto fundante de la Nación Argentina. Es una brújula jurídica y moral que, aunque golpeada, conserva su vigencia normativa. Su letra contiene los principios de libertad, igualdad, justicia, participación ciudadana y organización federal. Pero su espíritu solo puede mantenerse si es defendido por la ciudadanía, respetado por los gobernantes y enseñado en cada escuela.
Cumplir la Constitución no es solo tarea de abogados o jueces: es una responsabilidad colectiva. Recordar el 1 de mayo de 1853 no debe ser un acto protocolar, sino una oportunidad para reflexionar sobre el país que tenemos y el que queremos construir.
Porque como escribió Alberdi:
“Gobernar es poblar, pero también es respetar la ley. Y una Nación que no cumple su Constitución es una Nación que se deshace.”

