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Murió Francisco, el Papa argentino que eligió no volver para no dividir

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La noticia cayó con el peso de las cosas inevitables pero igualmente dolorosas: el Papa Francisco falleció en Roma, lejos de su natal Buenos Aires, sin haber regresado jamás a su tierra desde que fue elegido como Sumo Pontífice en 2013. En el aire queda flotando no solo la tristeza de su partida, sino también el interrogante, convertido en herida, de por qué nunca volvió.

Jorge Mario Bergoglio, el primer Papa latinoamericano, el primer jesuita en ocupar la silla de Pedro, el hombre de los gestos sencillos y el corazón pastoral, murió como vivió su papado: entre luces espirituales y sombras políticas. Su relación con la Argentina —su tierra, su gente, sus calles— fue siempre más emocional que protocolar, pero también más compleja de lo que muchos quisieron admitir.

Desde el inicio de su pontificado, Francisco fue claro: su agenda era la periferia del mundo, los olvidados, los excluidos. Visitó África, Asia, países en guerra, naciones hundidas en el dolor. Pero a la Argentina nunca volvió. Cada año que pasaba, la pregunta se repetía: ¿cuándo? Y con cada silencio, la distancia se hacía más honda.

No fue una falta de amor. Francisco hablaba con ternura de su patria, de sus raíces, de su gente. Recordaba a su abuela Rosa, a su barrio de Flores, al San Lorenzo. Pero sabía también que su regreso sería usado —manipulado incluso— como una herramienta de presión política.

En Argentina, cada sector quiso hacerlo propio. Desde sectores conservadores hasta movimientos progresistas, todos quisieron ponerle palabras, intenciones y gestos. Su figura, lejos de ser neutral, se volvió parte del campo de batalla. Los que lo querían cerca, lo reclamaban como un líder político; los que lo criticaban, lo veían como un opositor encubierto. Francisco eligió entonces el silencio físico: no volver, para no prestarse a esa utilización.

Tal vez dolió más de lo que admitía. Tal vez rezaba en silencio por esa visita que nunca fue. Pero su misión fue universal. Y en Roma, donde construyó una Iglesia más abierta, más pobre, más comprometida con los que sufren, entendió que su regreso sería una fractura más que una bendición.

Hoy, al llorar su partida, la Argentina también se pregunta por lo que no fue. La multitud que lo esperó en vano, las manos que quisieron estrechar la suya, los fieles que soñaban con escuchar su misa en suelo argentino. Todo eso se queda en el terreno del deseo.

Pero tal vez haya un consuelo: Francisco nunca dejó de ser argentino. Su forma de hablar, su manera de mirar, sus silencios cargados de sentido, eran los de un cura de barrio, un porteño con alma de pastor. Y en cada gesto hacia los pobres, en cada denuncia contra la injusticia, en cada abrazo a los descartados del mundo, estaba el eco de su patria.

Se ha ido el Papa del fin del mundo. El que eligió llamarse Francisco por amor a los pobres. El que renunció al trono para caminar con los últimos. El que no volvió, porque entendió que a veces el amor también implica renuncia. Y tal vez, desde algún lugar, siga bendiciendo esa tierra que lo vio nacer y que hoy lo despide con lágrimas y gratitud.

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